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La Tercera Generación de Hogwarts
(ATP)
Por Carax
Escrita el Martes 6 de Junio de 2017, 16:59 Actualizada el Jueves 21 de Enero de 2021, 20:22 [ Más información ] Tweet
(III) Capítulo 36: Nadie puede escapar de la muerte
Los niños llegaron temprano para el ahorcamiento. Todavía estaba oscuro cuando los tres o cuatro primeros se escurrieron con cautela de sus casas, siligosos como gatos, saliendo de aquellos hogares que el Ojo había facilitado en el pueblo asolado de Groenlandia, para acoger a miembros del clan en un mismo núcleo, cuando no estaban en una de sus peligrosas y sangrientas misiones. El pequeño pueblo aparecía cubierto por una ligera capa de nieve reciente, como si le hubiesen dado una nueva mano de pintura y las huellas de los niños fueron las primeras en manchar su inmaculada superficie.
Los muchachos, los jóvenes aprendices de asesinos del ojo, aborrecían todo que aquello que muchos de sus mayores estimaban. Despreciaban la belleza y se burlaban de la bondad. Se morían de la risa a la vista de un miembro con la cara desfigurada y si se encontraban con un animal herido, lo mataban con extraños conjuros de magia negra, o, en su defecto, a pedradas. Alardeaban de heridas y mostraban orgullosos sus cicatrices, reservando una admiración para cuando de una mutilación se trataba. Amaban la violencia, podían recorrer klómetros para presenciar derramamientos de sangre y jamás se perdían la ejecución de un miembro.
Desde los orígenes de aquella Orden, había una regla inquebrantable: jamás se traiciona al Ojo. De hacerlo, sufrirían una humillación tanto pública, como para el propio miembro. Este horrible castigo consistía, no solo en la muerte, sino en cómo sería la muerte. Recordando el hecho de que el Ojo repudiaba a los muggles, aunque los veía útiles como siervos, no había mejor castigo que morir como ellos. Puesto que aquella tradición se remontaba muy atrás en el tiempo, el resultado era morir en la horca, como un muggle, sin hechizo mortal, pues no era digno de morir usando la magia para acabar con su vida. Así pues, en aquel pueblo que se encontraba a los pies del Palacio de Hielo que pertenecía al Ojo, habían decidido llevar acabo la ejecución de uno de sus traidores.
Para demostrar el desprecio que sentían hacia el traidor, uno de los muchachos orinó en la tarima de la horca. Otro subió por los escalones, se llevó los dedos a la garganta, se dejó caer y contrajo el rostro parodiando de forma macabra el estrangulamiento. Los otros soltaron gritos de admiración. Luego, como no había nada más que hacer, se sentaron sobre el pavimento seco de una casa a la espera de que sucediera algo.
Pronto un grupo de magos del Ojo jóvenes, que normalmente además de aprender el oscuro arte de la magia, ayudaban en lo que podían en aspectos administrativos del Clan, irrumpió en el ambiente, pidiendo a los niños que se alejaran de aquel lugar. Pero estos no se fueron mucho más lejos, y los escucharon comentar, mientras se rascaban y escupían en el suelo la inminente ejecución. Si el condenado tenía suerte, afirmaba uno, el cuello se lo rompía nada más caer al vacío; era una muerte rápida e indolora. En caso contrario, quedaba ahí colgado, el rostro se le ponía morado y, con la boca abierta, se agitaba como un pez fuera del agua hasta morir por estrangulamiento.
El recinto comenzó a llenarse de ancianos miembros y otros algo reconocidos, aunque no por ello extremadamente buenos como magos. Así, llegaron Tristán McOrez, acompañando a su hermanastro Loring, quien parecía creerse el dueño de aquel lugar, sin llegar a serlo en realidad. Mientras descendían lentamente desde el Palacio de Hielo, el resto de los presentes se había agolpado alrededor de la horca.
La multitud parecía mostrar un talante extraño. Puesto que habitualmente disfrutaban de los ahorcamientos como si del pleno medievo se tratase, normalmente conocían la identidad del ejecutado. Por lo general, el preso era un miembro que había decidido dejar de colaborar con el Clan por no encontrarse a la altura de las circustancias, lo que se traducía como un ser débil que le daba apuro matar a alguien. Ocurría en ocasiones que un miembro del Ojo declaraba contraria a este su ideología, pero aquello ocurría una vez en cien años. Sin embargo, aquella vez era diferente. Nadie conocía su identidad ni a qué se debía su traición. La única que parecía saberlo era Zahra McOrez, la cual esperaba al futuro ejecutado al lado de la tarima, como si ella fuese a ser la verduga aquella ocasión; la cual se acercó a la horca con el traidor encapuchado. Sus hijos se removieron nerviosos, era la primera vez que sucedía algo así; ser verdugo era algo de baja categoría para su madre.
La mujer destapó la capucha del traidor, revelando así su identidad. Era realmente joven, entre los veinte y los treinta años, de estatura alta y un tanto delgaducho, con un aspecto extraño. Su tez era incluso más blanca que la nieve de los tejados, tenía los ojos ligeramente rasgados y el pelo de color rubio oro. Todos los murmullos cesaron. Todos conocían a ese traidor. El rostro de todos se ensombreció. Tenían miedo, un miedo que les hizo enmudecer al instante. A Zahra no pareció importar la reacción del público. Incluso a Tristán McOrez se le había revuelto el estómago.
Los niños eran los únicos que desconocían la identidad del traidor y tampoco les importó la reacción de sus mayores, pues uno de ellos escupió al prisionero, con tan buena puntería que le dio entre los ojos. El traidor masculló una maldición y se lanzó hacia el que le había escupido con un pasos torpes y los huesos marcandose en su pálido rostro que recordaban a un cadáver. Los demás se alejaron de la horca, atemorizados. Zahra se mostró impasible y pasó el dogal que sostenía en la mano por el cuello del traidor, quien ni siquiera forcejeó. Las cuerdas que le sujetaban las muñecas y los tobillos le impedían moverse, pero sacudió brucamente la cabeza después para evadirse del dogal. Zahra retrocedió un paso y golpeó al traidor en el estómago, por lo que se inclinó hacia adelante, sin aliento, y la mujer aprovechó para deslizarle el dogal correctamente y apretar el nudo. Luego saltó al suelo y tensó la cuerda, asegurando el otro extremo en un cacho colocado al pie de la horca.
Aquel era el momento crucial. Si el traidor forcejeaba, solo lograría adelantar su muerte. A continuación, uno de los jóvenes ayudantes del Ojo, desató los pies del prisionerao, dejándole en pie sobre un taburete, con las manos atadas a la espalda. El silencio era tan ensordecedor que se escuchó la respiración del joven en todos los rincones de aquel lugar. El ayudante le dio una patada al taburete y el joven quedó colgando en el aire. La cuerda se tensó y el cuello del traidor se rompió de un chasquido. Tristán McOrez estaba a punto de entender las intenciones de su madre. La mujer pidió que apartasen el cadáver de la tarima y les miró a todos con la tenacidad que le caracterizaba. Los niños huyeron de su mirada, por muy crueles e insesatos que fueran, sabían reconocer a un superior, por lo que decidieron dejar aquel momento a sus mayores, los que aun seguían inmersos en un miedo que les había enmudecido por completo, e incluso inmovilizado. -Miembros del Ojo.- Les llamó a todos y cada uno de ellos.- Esto es un aviso.- sentenció, amenazando a todos ellos, incluso cuando su mirada se topó con la de Tristán McOrez, este se sintió algo incómodo. Él jamás traicionaría al Ojo como aquel traidor que acababa de morir lo hizo en su momento.- La muerte no os librará de morir como merecéis si hacéis algo así. ¡Hay que ser fiel al Ojo! Y si a alguno se le ocurre cometer el estúpido error de caer en las redes del enemigo... Me encargaré de que no os libréis de morir como debéis... Como sucias ratas muggles. Los niños vitorearon a la mujer, y esta desapareció en el aire dejando un humo gris, mientras la multitud se recomponía de aquel suceso. Tristán McOrez y Loring se acercaron al cuerpo del traidor. Olivier Onlamein. Por primera vez en mucho tiempo, a Tristán McOrez le sorprendía algo y, a la vez, le aterrorizaba. Ese muchacho ya había muerto. Su madre había demostrado todo su poder al revivir a aquel traidor y volverlo a matar como traidor que era, no bajo un hechizo que acabó con su vida en seguida. Olivier. El estúpido y prometedor joven asesino que se enamoró de una muggle y les traicionó a todos por cualquier estupidez que aquella sucia rata le había metido en la cabeza. Miró al bastardo con intriga. -¿Tú sabías algo, cabeza hueca? La sonrisa triunfal que mostró el bastardo irritó por completo a Tristán McOrez, quien tuvo que cerrar el puño para no crear un conflicto tras aquella ejecución. Tristán sabía que el bastardo jamás se enteraba de lo que ocurría con sus superiores, él era superior a él. Pero aquella vez, a Tristán le había pillado por sorpresa lo que hizo su madre y el puto bastardo lo sabía. -El doctor Schneider por fin ha logrado el éxito en su tarea.- dijo Loring como si nada. Tristán supo que el bastardo conocía el hecho de que su hermanastro no estaba al tanto de los experimentos del doctor alemán, pues siempre los había considerado estúpidos. Hasta aquel momento. A Loring le estaba encantado aquella idea y Tristán estaba a punto de lanzarle una maldición.- Olivier ha sido su primer resultado. -¿Y por qué razón mata a su primer resultado?- escupió las palabras con ira, cosa que sabía que el bastardo estaba disfrutando. Su rabia contenida estaba a punto de estallar. -¿No has oído a madre? Nadie puede escapar de la muerte que se merece. -Estoy seguro de que en algún sitio debe de haber una ejecución digna para bastardos... Me encargaré de buscarla para ti.- le dijo mientras desapareció en el aire. -------------------------------------------------------------------------
Era un día perfecto del mes de junio, se encontraban dentro de casa y todo lo que Victoire Weasley creía estaba a punto de cambiar. Observaba entusiasmada a su pequeño bebé, con un pequeño juguete en mano haciendo burbujitas con la boca, su héroe en ese momento y la única persona que podía animarla cuando llegaba al final del día. A su menudo y delgado hijo, algo "espabilado" para sus seis meses, no le importaba que su madre se le quedase horas y horas mirándole, quería aprovechar minuto a minuto porque cada día que pasaba, cambiaba. Se preguntaba frecuentemente si sería un niño bueno, tontorrón y cariñoso, o si le menospreciaría con su desapego de la adolescencia una década más tarde. Remus tenía dos personalidades muy diferentes entre las que escoger: la calidez de Ted o la frialdad de ella misma.
A veces se asombraba pensar en que había sobrevivido casi un mes sin la ayuda de Ted. Era cierto que en sus huecos se acercaba, cogía a Remus y estaba todo el día con él. La joven no quería saber qué era lo que hacía con su hijo, pues no se creía que estuviese todo el rato con él. Seguramente se lo dejaba a alguien en Hogwarts, y no le importaba porque confiaba en los demás profesores, pero le molestase que él no confiase en ella. Aunque, de todas formas, por esa misma razón él ya no vivía con ella. Victoire Weasley reconoció ante sí misma que tenía miedo de tener que criar, de repente, a un niño ella sola. Miedo de desaparecer en el agujero negro de la desesperación si dejaba de moverse o de ser un intento de buena madre durante un minuto.
Incluso en ese instante, tan solo tras una veintena de noches durmiendo sola, pensar en todo lo que aún no había pasado le producía angustia. Pensaba que acabaría desapareciendo ese miedo aprensivo y el dolor se convertiría en pena si las cosas entre los padres del niño no se arreglaban. Pena, sobre todo, por todas las cosas que su padre se perdería: su primera bicicleta, su primer curso de primaria, probablemente insistiendo en que ninguno de los dos lo acompañasen. Remus sería el niño más valiente del mundo, porque, en lo más hondo de su ser, tenía la esperanza de que fuese como Ted.
-No, no lo chupes, Remus...- le regañó la muchacha quitándole el juguete de la boca, mientras el niño parecía fulminarle con la mirada, a la vez que sonreía al mismo tiempo, quién sabía por qué. -No te muevas de ahí, ¿vale? Ahora vengo.- Lo dejó en la moqueta del suelo y Victoire se levantó hacia la cocina para traer un vaso de agua.
Victoire Weasley jamás se imaginó lo que estaba a punto de vivir. Al volver a la habitación, Remus ya no balbuceaba ni sonreía abiertamente. Estaba cogido en brazos por la última persona que se imaginó que aquel día fuese a visitarle, Charlotte Breedlove. Parecía cogerlo con fuerza, como si ni su propia madre pudiese arrebatárselo de las manos. A la joven le dio miedo la mirada de aquella mujer. ¿Qué hacía con Remus? ¿Por qué se había quedado petrificada y no se movía? ¿Estaba hechizada?
-Llego justo a tiempo.- dijo con templanza Charlotte Breedlove... O Carla Marín. Quienquiera que fuese esa mujer que tenía a su hijo en brazos.
Y, de pronto, tanto su hijo como aquella misteriosa mujer desaparecieron en el aire.
La palidez inundó el rostro de Victoire. Ya no sentía la inquietud que había experimentado hacía un segundo, sino más bien ansiedad. Ansiosa pero no tanto como para llamar al 911, ni a sus padres. Le parecía oír a Ted diciéndole: "Te lo dije".
¿Y si era una alucinación?
Victoire seguía sin poder moverse. No asimilaba lo que había ocurrido. Se acercó al suelo donde hacía menos de 10 segundos estaba su hijo. Se acuclilló. Rozó con sus finos dedos la moqueta y cogió el juguete que había soltado Remus. Se lo acercó al pecho. Remus, su Remus.
-¿Remus?- le llamó. Esperando que su risa de bebé le respondiese. No había respuesta. Quizás no le había oído. Su olor seguía impregnado en el aire.
De pronto, en aquel vacío existencial que estaba empezando a devorarle su interior ferozmente se detuvo en un segundo. No porque descubriese que aquellos treinta segundos habían sido una alucinación, sino porque una presencia maligna apareció en su salón.
-Hola, señorita Weasley.
Un hombre estaba de pie, alzándose sobre ella, y con una mirada impenetrable. Su rostro estaba desfigurado a causa de una cicatriz que le cubría todo el rostro. Su piel mugrienta se arrugó con su temible mueca de disgusto. Victoire Weasley sabía quién era ese hombre, pues Ted le había prevenido de algunos miembros del Ojo que ya estaban fichados por el Departamento de Seguridad Mágica.
También lo sabía gracias a Charlotte Breedlove. Era uno de los hermanos que la habían ayudado a escapar a ella y a su hermana Ivonne. Pero al cual cogieron y convirtieron en un monstruo como castigo. Aquel hombre era conocido con el sobrenombre de Montdark. Se sabía que había sido él el que había entrenado a un basilisco para introducirlo en Hogwarts. Se le atribuía la muerte de una centena de ciudadanos británicos en la última década. Jamás lo había visto en persona, pero supo que era él por la cicatriz de su rostro, la cual, según las historias que contaban, se la había hecho un dragón que él mismo mató después con sus propias manos.
Tenía la varita alzada apuntada hacia ella.
Los pensamientos de Victoire se alinearon al segundo. En ese momento creyó comprender lo que estaba pasando. Primero, y como había predicho en su momento Charlotte Breedlove, su hijo se le sería arrebatado porque de acuerdo con una profecía, él sería quien guiaría al Ojo hacia su propósito. Era aquella misteriosa mujer la que se lo había arrebatado, y ahora mandaban al asesino a acabar con la madre, la única con conocimiento demasiado peligroso como para entrometerse en la labor de aquella Sociedad.
-Aléjese.- pidió la joven con un hilo de voz, al tiempo que intentaba recordar dónde diablos había guardado su varita mágica. Probablemente en un cajón de la planta superior, creyendo que jamás le serviría en una casa con protección del Ministerio. Jamás dejaría de ser ingenua. Como era de esperar, el hombre ni se inmutó.- ¡Váyase! ¡Ya tienen lo que quieren!- escupió aquellas palabras con dolor. Que le arrebatasen a su hijo en vida sería peor que la muerte. Maldita Charlotte Breedlove y maldita ella por no ser lo suficientemente prudente.
-¿Dónde está su hijo?- preguntó con una voz autoritaria e impregnada de un hedor insoportable. Victoire se quedó pasmada ante aquella cuestión.- Deme a Remus Lupin y no saldrá herida, Weasley.
Montdark dio un paso hacia ella y la muchacha se separó. Tenía el ceño fruncido y estaba algo confusa. No quería pensar en nada, pues seguramente aquel hombre estaba intentando entrar en su cabeza.
-¡Jamás! ¡Jamás lo tendrán!- le contestó, enseñando una mirada llameante y de desafío, que quizás no era la más acertada.
El hombre que ocupaba casi todo el salón con su manto mugriento y que dejaba un olor a muerte y manchas de barro y sangre por donde pasaba, olisqueó en el aire, como en busca de su presa. Encontró algo que no esperaba hallar y lanzó una mirada asesina a la joven, culpándola por no haber tenido éxito en aquella tarea.
-¿Quién se me ha adelantado, sucia comadreja?- sus pesados pasos alcanzaron a los de la joven cuando esta tocó la pared con la espalda, sin salida de escape. Victoire supo que había encontrado el rastro de aquella mujer y seguía huyendo de sus propios pensamientos para que Montdark no los encontrase. -¿Quién es ella?
-¡Nadie! ¡No vas a poner tus asquerosas manos sobre mi hijo!- el puñetazo que le propinó le supo a sangre, que comenzaba a salir de su boca mezclada con la saliva estrepitosamente. Ya no podía formular ninguna palabra, tenía la mandíbula desencajada y sentía los latidos de su corazón trasladados en su boca, la cual palpitaba al ritmo de su creciente dolor.
Volvió a dirigir una mirada de desafío a Montdark, quien sujetó su delgado brazo con la pared y comenzó a observar su mano enfundada en un guante de cuero marrón. Se arrimó la punta del guante a su casi desdentada boca para ayudarse a quitarse el guante. Una mano con afiladas uñas de color negro verdoso se asomaron de forma amenazante, siguiendo su camino hacia Victoire.
-Muy bien, preciosa. Si tú no me dices quién tiene tu hijo, tendré que averiguarlo yo...- puso su mano en el cuello de la muchacha, sus uñas acariciando su yugular. Un escalofrío recorrió el cuerpo de la joven. Había oído hablar de formas poco ortodoxas que tenían en Durmstang para sacar la verdad de los estudiantes, leyendas urbanas que jamás pensó que fuesen reales. Al parecer, los mitos estaban destinados a hacerse realidad.- No te voy a engañar... Esto te va a doler.
Sus uñas se clavaron en su cuello sin piedad con un corte limpio. Los ojos azules de Victoire se volvieron blanquecinos y miraron a la nada mientras Montdark miraba en el interior de su mente. Por suerte, y sin saberlo, Charlotte Breedlove la había preparado sin saberlo. Le había avisado de aquello. Lo que tenía que hacer era no pensar en nada. Sin embargo, la fiereza con la que Montdark escarbaba en su memoria era demasiado dura y, para colmo, su mente aún estaba preocupada por su hijo. Supo que Montdark se dio cuenta de ello en ese instante, pues su mente la oprimía. La estaba obligando a recordar aquel instantes. Victoire recordó entrar en la casa. Ver a Montdark. Los flashes se desvanecían. Retrocedían y se aceleraban según quería aquel hombre que la tenía sujeta por el cuello. Un resquicio de unos zapatos morados. Su hijo en la moqueta. La ausencia de su hijo. La risa de Remus. Su silencio. Todos aquellos recuerdos estaban empezando a dolerle. Era una batalla mental... Y no estaba preparada para ganarla. Su mente recordó cómo Charlotte Breedlove cogía a su hijo. "Justo a tiempo".
-¿Remus?- susurró tanto la Victoire del pasado como la que en ese momento estaba siendo torturada.
Las uñas se separaron, haciendo brotar un hilo incesante de sangre del cuello de la joven. Victoire se desplomó sobre el suelo, a la par que sus ojos volvían a colorearse de azul. Su cuerpo pesaba tanto que ni pudo alzar la cabeza para ver a Montdark, quien seguía en su salón. Ya había conseguido lo que necesitaba para ir a por su hijo y matarlo. O hacerle algo peor. Y todo porque ella había sido tan débil como todos pensaban. Sintió su sangre empañar su camisa y la moqueta.
-¿Cómo puede ser posible? ¡Ella está muerta!- espetó con rabia Montdark ante el estupor del vestigio de conciencia que seguía despierta de la joven.- ¡Carla está muerta!-repitió, aquella vez dirigiendo su voz hacia la joven que yacía en el suelo de su propio hogar. El rugido de frustración de Montdark vino acompañado de una fuerte patada que le propinó al cuerpo de la joven, el cual no tuvo fuerzas ni para encogerse, simplemente lo recibió como un cuerpo sin vida.
La conciencia de Victoire Weasley se fue durmiendo poco a poco, testigo del descontrolado ataque de ira de aquel hombre, que, al parecer, no tenía permiso para matarla, pues en tal caso lo hubiese hecho sin dudar. Cuando la joven perdió finalmente la conciencia, una sonrisa apareció entre sus quebradas comisuras de los labios.
No supo cuánto tiempo estuvo allí. Ni si realmente sobreviviría a aquello. Hubiese muerto siendo una madre que salvó a su hijo, no sería ni la primera ni la última. Sabía que su hijo estaba a salvo y eso fue lo último en lo que pensó. Lo demás era un oscuro universo y un pitido demasiado fuerte que le acompañaron durante demasiado tiempo. A veces una lejana luz le daba esperanzas, y voces muy distanciadas la llamaban. No quiso responder a ninguna. Sabía que su cuerpo aún no era lo suficientemente fuerte. ¿Qué más le habría hecho aquella bestia tras perder la conciencia?¿Qué clase de tortura? ¿La habría golpeado, rasurado, violado...? ¿En qué condiciones se encontraría su cuerpo al despertar?
-Victorie.- la llamó una voz mucho más cerca. Como dentro de aquella oscuridad en la que se había sumergido. - Victoire.- Reconoció aquella voz. Era Charlotte Breedlove. - Estoy dentro de tu mente, no tengas miedo, Victoire. Has sido muy valiente.
-¿Dónde está Remus?
-A salvo. Está contigo, te lo devolví en cuanto Adolf se marchó. Siento no haber podido salvarte también a ti... Pero así es como tenía que suceder. Escúchame atentamente, Victoire, es muy importante que a partir de ahora cuides de tu hijo y, para ello, tienes que traérmelo en algunas ocasiones para que sea el Remus Lupin que nos ayude a nosotros y no a ellos. Estoy segura de que ahora confías en mí. Tienes que hacerlo. La guerra acaba de empezar.
La voz se fue disipando conforme la luz se fue acercando. Una luz fluorescente, blanca que procedía de una bombilla algo molesta de una sala de San Mungo. Sus ojos parpadearon varias veces. No podía incorporarse. Estaba sedada, tenía una vía que le permitía respirar por la nariz y numerosos tubos salían de su cuerpo. No podía ver el estado de su cuerpo a causa de una sábana blanca que lo tapaba. Sus labios estaban resecos y ensangrentados.
Bill Weasley, franqueando a Fleur, estaban en una esquina a los pies de la cama contraria a la de Ted Lupin. Mientras que los padres de la joven la miraban con preocupación, el que eral padre de su hijo la acusaba con la mirada sin tapujos. No podía culparle. Tenía todo el derecho del mundo a estar enfadado con ella. Pudo ver, sentada en un sillón al fondo de la sala, a su abuela Molly sosteniendo en brazos a su hijo. Y eso era todo lo necesario para saber que todo iba a estar bien.
Sí, confiaba desde aquel momento en Charlotte Breedlove. Y plenamente. No tenía ninguna razón contundente para dejar de hacerlo, pues ella había salvado a su hijo. Su hijo estaba a salvo gracias a ella. Además, ella le había proporcionado un trabajo, le había enseñado defensa y le había proporcionado información que le ayudaría a entender mejor aquella guerra que nadie comprendía. Charlotte Breedlove la había elegido a ella porque ella era la madre de Remus. Sabía que no tenían ninguna elección.
-¿Qué ha pasado, Vic?- le espetó Ted, demasiado impaciente. Ella suspiró.- ¿Qué demonios ha pasado? ¡Los guardias de tu puerta fueron asesinados, por Merlín! ¡Mira cómo estás!- No, ella no podía verse. Sintió pena por aquellos aurores que habían jurado protegerla. No se sentía culpable, sino orgullosa. Pero aquello Ted no podía entenderlo.
-Por favor, Ted, ten un poco de consideración con nuestra hija.- pidió Bill Weasley con un tono que jamás había utilizado con el joven, lo cual probablemente aumentó su escarmiento.
-¡Pero, Bill, ella tiene la culpa de lo que le ha pasado! ¡Seguro que es por esa tal Charlotte Breedlove!¡Te lo dije, Vic, solo te traería problemas! ¡Y mira... mira cómo estás...!
-¡Lupin! ¡Ya basta! ¡Es tu novia!- le regañó Molly.
-¡No, ya no lo es! ¿Aún no se lo has dicho, no? ¡Ella me echó de su casa porque no confiaba en ella...! ¡Sí que lo hacía, Vic! ¡Solo temía que algo así pasase! ¡Perdóname por haberte querido proteger sin pensar en lo que tú querías!- Ted estaba realmente enfadado. Y podía entender por qué. Ella también lo estaría con ella misma, sino supiera que había salvado a su hijo. Le perdonó todo aquello porque él no lo sabía. Y aun así, tenía razón en cada palabra hiriente.- Nunca fuimos los dos a una. Jamás. Y yo necesitaba que así fuera.- Se dio la vuelta y se giró hacia Molly.- Creo que debéis coincidir en que debo estar un tiempo con Remus, después de esto.
Y se marchó, cerrando la puerta con tanto ímpetu que Victoire creyó moverse. Sus padres la examinaron con la mirada. Pidiendo una respuesta. ¿Era lo que había dicho Ted cierto? Supuso que no se esparaban que la relación se acabase. Supuso que todos en su familia creían en el amor duradero. Ella también lo hacía, pero de aquello había pasado mucho tiempo. El único amor puro era el de una madre.
Atinó a decir algo, pero entonces se dio cuenta de que no podía formular nada. Tenía una mascarilla de oxígeno. Un reflejo en la ventana que estaba a su izquierda le devolvió su propia imagen. Siempre había estado feliz con su reflejo, con su bonita figura, su dulce rostro... Pero en aquel momento, era una pesadilla. Se horrizó al ver su desfigurado rostro. Se costó reconocerse a sí misma.
Victoire Weasley jamás volvería a ser la más bonita de los Weasley.
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