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La Tercera Generación de Hogwarts
(ATP)
Por Carax
Escrita el Martes 6 de Junio de 2017, 16:59 Actualizada el Domingo 17 de Enero de 2021, 16:45 [ Más información ] Tweet
(II) Capítulo 13: Lo que haya que cambiar
La nieve era un elemento que sería protagonista de la escena mágica hasta que los primeros días de abril la derritieran. No obstante aquel año, a finales de febrero, ya comenzaba a ser resbaladiza en el empedrado de aquel simpático pueblo. Amanecía un sábado y las farolas transmitían lo que parecía ser su último aliento. Se trataba del único pueblo íntegramente mágico que quedaba en Gran Bretaña. Era un pintoresco lugar lleno de tiendas y lugares donde los pocos habitantes pasaban el tiempo. Situado a las afueras del castillo, era asediado por los alumnos mayores de trece años que podían visitarlo de manera ocasional. En una de las calles, estaban despiertos los residentes de una casa residencial cuyo dueño la alquilaba de vez en cuando a los magos que querían pasar una temporada alejados del bullicio de las ciudades. El calor de la chimenea protegía del frío helador exterior a las figuras que ante él se posaban. Un hombre alto, de una figura tan alargada como las sombras al atardecer y de hebras doradas en su cabello, se sentó sobre un mullido sillón de terciopelo escarlata mientras observaba a la menuda y desaliñada joven que ante él estaba. Llevaba una expresión seria y se mordía el labio inferior. Su temor era palpable. La similitud entre los rasgos de los presentes era poco palpable. Todo el mundo decía que no había heredado la belleza de ninguno de sus padres. -Zoë Gunilda McOrez- la nombró su padre, Cayo McOrez. Pocas veces utilizaba su nombre completo, cuyo segundo nombre de origen nórdico auguraba las batallas que combatiría según sus profecías.- Dime, hija, ¿han usado bien tu varita? La muchacha lanzó un suspiro de alivio. -Un Cruciatus contra una muggle, padre. Estamos planeando más ataques -añadió abruptamente, sintiendo que no era todo lo que su padre había esperado de ella. El padre de la joven, no obstante, sonrió satisfecho. Frunció el entrecejo: -¿Qué opinas de esto, hija?- cuestiono ofreciéndole su mano. Un anillo con un ojo labrado relucía ante ella. Sabía con certeza que se trataba de un obsequio por los superiores del Clan cuando un miembro había hecho algo de digna mención. O, en muchas ocasiones, cuando eran de familias importantes para el Clan. Era la primera vez, después de mucho tiempo, que su padre lo volvía a mostrar. Habían tenido que ocultarlo al público. A todos los magos. Para poder acceder a la comunidad y tener un hueco en el castillo para sus hijos. La joven alzó las cejas. Hizo una breve reverencia ante el objeto. -Impone respeto, padre- dijo, algo esperanzada, pues tenía esperanzas de ingresar en el Clan del Ojo de una vez, y no ser tratada como una niña a la que le mandaban ser niñera. -Bien -dijo su padre simplemente. -El Clan te reclama, Zoë -la joven alzó las comisuras de sus labios con orgullo. -Es hora de dar comienzo a tu misión… Sé que la has estado empezando… Pero ahora es formal: debes reclutar a adeptos a la causa. -Coleman, ven aquí de inmediato -la aludida se mordió el labio. Entre risas de sus amigas, se separó del grupo y encaró al joven. -Lo siento, James, creía que te merecías un escarmiento… Esto es todo. James Sirius Potter se desesperó. Trató de calmarse internamente. -¡Todos piensan que he sido un imbécil con Camrin! ¡No ha sido así! -le espetó, altamente cabreado. -¡Te lo has ido inventando todo…! ¡No he faltado el respeto a nadie! Coleman le miró con cierto recelo. Si pudiera, James le habría lanzado una maldición justo en aquel instante. No era justo. En absoluto. Era inhumano el hecho de que la mejor amiga de su ex novia fuese contando por ahí que denigraba a Camrin y la hacía sentir inferior. Y que no le dejaba estar con sus amigas. Y que, para colmo, la utilizaba, pues ni siquiera tenía sentimientos por ella. Gruñó hacia Bárbara Coleman. Aún esperaba una explicación. -Piénsalo un poco, Potter… ¿En serio crees que es mentira? No toleraría eso. Pero tampoco podía perder los estribos. Se dio la vuelta. Dio varias zancadas para alejarse de allí, soltando maldiciones por los pasillos. Sus compañeros se alejaban de él. Algunos incluso se rieron. Los comentarios se acrecentaron. Bufó hacia ellos, como si fuera un toro desatado. Se encaminó hacia la biblioteca. Quizás allí le dejarían en paz. Antes de entrar una muchacha le detuvo interrumpiéndole el paso. -Cualquiera diría que tú eras la alegría de Hogwarts al comenzar el curso -le comentó divertida la joven de cabello castaño y ojos azulados con la que compartía clase en Adivinación. Y el resto de clases. Alzó la mirada para verla mejor. -Eso era al comenzar el curso -recalcó James con cierto retintín. Cornelia Brooks parecía hacerle gracia aquello. -Un peine no te vendría nada mal. El muchacho comenzó aplacarse el desorden más desorbitado de lo habitual. Solo consiguió desmoronárselo aún más. Entonces gruñó de nuevo y la miró con ojos desorbitados. -Yo no he comentado nada de lo tuyo… ¡Déjame en paz! -le exclamó, llamando la atención de todos los de su alrededor. Aquello hizo sobresaltar a Cornelia Brooks. Dio un saltito. Frunció el entrecejo y pareció dejarlo estar. No era halagador que alguien le contestara así, sobre todo si no había hecho nada. Y si, para colmo, había sido un idiota también con ella el resto del año. -Como usted desee, Gruñón -le dijo, mientras un Ravenclaw (¿Thomas McGregor?) la cogía por el hombro y la acompañaba a donde quiera que fueran. La biblioteca seguramente. Cambió de dirección, esta vez, fuera del Castillo. Se insultó para sus adentros. Se hizo la nota mental de pedir perdón a Brooks. Pero no en aquel instante. En aquel instante, Hogwarts entero creía que era un tipo engreído que había sido lo peor para Camrin Trust. Y, por mucho que sus mejores amigos le hubieran dicho que no, la inseguridad en él ya estaba creada. Se odiaba así mismo. Si había comenzado el año queriendo ser un héroe… En aquel instante quería desaparecer. Era la oficina que había acogida a todos los directores o directoras del Colegio de Hogwarts de Magia y Hechicería. Estaba ubicada en la Torre del Director. Se accedía a ella por una escalera de caracol de piedra en movimiento, que a su vez estaba oculta por una gárgola en el tercer piso. La gárgola esperaba en ese momento la contraseña. -Sopa de leche -recitó el joven. La gárgola de piedra grande y fea no dijo nada, aunque intuía que era capaz de hacerlo. Se apartó y dejó paso para encaminarse por la escalinata. El joven llegó hasta la gran sala circular que albergaba numerosas ventanas. Numerosos retratos de directores y directoras cuya media de edad era bastante alta y que estaban a la altura de la fama que les predecía. Una cosa era cierta. De todas las oficinas de profesores que Sebastian McKing había visitado aquel año, la de la Directora McGonagall era la más interesante de todas. La planta circular era lo que más le había llamado la atención, pero comprendió que estaba dentro de una torre. Se escuchaban pequeños ruidos y entendió que procedían de los retratos. También contempló por el rabillo del ojo una pequeña colección de artilugios de plata sobre unas mesas no muy estables que emitían chirridos y pequeños hilos de humo. También había un enorme y destartalado escritorio y, en una estantería detrás de este, un antiguo sombrero de mago: el Sombrero Seleccionador. Sebastian McKing tibuteó. Cazó a los diferentes magos y brujas de las paredes observarle con curiosidad, comentando entre susurros su presencia allí. Sebastian estaba tentado a ponerse aquel sombrero de nuevo. Solo para comprobar que estaba en la Casa correcta. Aún no se sentía del todo cómodo siendo un feroz león. Anduvo cuidadosamente bordeando el escritorio. Sostuvo el sombrero con sus manos y lo posó con suavidad sobre su cabeza. Era enorme y no le dejaba ver más allá de la robusta tela que le cubría el rostro. Justo como hacía meses, cuando se lo probó por primera vez. Sebastian contempló el oscuro interior del sombrero, esperando. Entonces, una pequeña voz sonó en su oreja. -¿Estás seguro de lo que haces, Sebastian McKing? -Eh, yo… Solo… No quería molestarle, señor -musitó. -¿Aún dudas si Gryffindor es tu Casa de verdad? -inquirió avispadamente el artilugio. -La inseguridad que portas sobre tus hombros… No tiene nada que ver con tus atributos. Eres Gryffindor de corazón, Sebastian. El corazón de Sebastian palpitó más fuerte. Su estómago se encogió. Cogió al sombrero por la punta y se lo quitó. Lo volvió a poner en la estantería, sin que sus dudas sobre su personalidad se hubieran disipado. -Te equivocas. No soy valiente… No debería estar en ninguna Casa -le dijo al Sombrero silencioso. El objeto ni se inmutó. Sebastian dio un paso atrás, observándolo. Entonces, la puerta del despacho se abrió. La directora McGongall apareció, con un semblante sombrío. -Directora -logró decir. -Yo… No he podido evitarlo… Para su sorpresa, la directora sonrió. -No eres el primero que cae en la tentación, Sebastian McKing -le confesó. -Nunca se ha equivocado. Y no lo hará contigo, estoy segura. -Sí, señora Directora -dijo el joven, más por inercia que por coincidir con su opinión. -Me dijeron que estarías aquí, joven -preguntó, realmente metida en un papel de madre del que había oído hablar. Sebastian se estremeció. Más por la ternura que aquella anciana mujer mostraba, que por lo que estaba a punto de decir. -Debo preguntarle, Sebastian, si hay algo que le gustaría contarme -sostuvo gentilmente. -Lo que fuere que le causa preocupación. Sebastian no sabía qué decir. Pensó en James diciéndole « Si no lo sabes aún, dudo que yo pueda decírtelo» y en sus preguntas inquisitorias a todo el que sabía o intuía que había estado envuelto en los acontecimientos que derivaron en la muerte de su hermano el año anterior. También pensó en los rumores de que había sido un monstruo, una criatura demoniaca, la que se había colado en el castillo. Y recordó, también, las miradas de tristeza y los susurros sobre él y sobre la decisión de haber ido a Hogwarts después de lo que le ocurrió a su hermano. -Quiero saber qué le pasó a mi hermano, directora McGonagall -sentenció, desafiándola con la mirada. La anciana mujer le obsequió un asiento para que tomara un respiro de sus turbios pensamientos. A Sebastian le consumió el nerviosismo. ¿Le diría la verdad? -Sus padres decidieron mantener silencio al respecto -comentó, como si esa fuera la explicación para todo. -No tiene de qué preocuparse. -¿Cómo qué no? ¡Quiero saber qué le ocurrió! -suplicó, implorándole con ojos en llamas. -No es justo… Ni siquiera sé si fue un accidente o un asesinato… ¡Y me inclino en favor de lo segundo por tanto misterio! ¿No lo entienden? Sólo acepté venir para descubrirlo… Lanzó un puño cerrado al suelo y frunció los labios. Miró a la directora de reojo. Estaba avergonzado, pero no arrepentido por la rabia acumulada. -¿Y qué hará cuando lo descubra? ¿Qué pretende hacer? -No lo sé… ¡Pero al menos estaré tranquilo! -el joven suspiró. -Era mi hermano, ¿sabe? No éramos inseparables, pero era mi hermano… Y si alguien le hizo daño… Yo… -¿Lo vengaría usted? ¿Por eso ha venido a Hogwarts? ¿Por eso se lo suplicó a su padre? El joven le miró de nuevo. Sus ojos mostraban más madurez que la suavidad de su rostro. Su expresión sombría y oscura podría haber asustado a la directora McGonagall de no haber sido una experta en adolescentes con problemas. Tenía ante ella a una bomba de relojería haciendo tic-tac por los pasillos. Si ese joven descubría lo que había pasado, se metería en demasiados problemas que requerían el tiempo que le faltaba a McGonagall. -¿Usted no lo habría hecho? -fue la respuesta que la directora obtuvo. Las calles de Londres se llenaban con rapidez. Las cafeterías abrían ante los desesperados que hacían cola por tomar el primer café de la mañana. La multitud se entrelazaba por las aceras. Cruzando de un lado a otro siguiendo la estela de su rutina. Los rayos de sol habían bendecido el día. Los ingleses estaban de buen humor. Era el primer día que Victoire Weasley se paseaba por allí después de que un hombre la persiguiera. Se había quedado en el antiguo apartamento de Bill Weasley con su madre, quien se había mudado con ella, hasta que sintiera lo suficientemente preparada como para volver al trabajo en París. Le habían dado un mes por baja médica. El susto que se había llevado le había provocado un ataque de ansiedad. La joven de rasgos delicados y labios prominentes bebía, sorbo a sorbo, un café antes de dirigirse al Minsiterio de Francia. En el local que había elegido, en una esquina de Camberwell, solo estaban ella y un hombre de entrada edad que descansaba sobre la barra. Victoire Weasley le había pedido a Ted Lupin que se tomase unos días para estar con ella. Desde entonces, cada vez que tenía un hueco entre su horario docente, el joven acudía a ella. La joven se sentía amada. Más que nunca. Y más valorada. Como si el simple hecho de estar en peligro le hubieran recordado al resto qué harían sin ella. Y también le dolía. Tenía el corazón fragmentado en pedazos y revoltoso por las pesadillas que sufría. La puerta de la cafetería se abrió. Un joven rubio de ojos azules entró. Parecía que sabía a donde iba. Y se dirigía directamente a la mesa de Victoire. Tan pronto como pudo, Victoire comenzó a recoger sus cosas y a buscar su varita entre su abrigo. Había distinguido los rasgos del joven. «No quiero hacerte daño». Aquello resonó en su cabeza. Pero el joven tenía el pelo diferente. Más claro. Más dorado. El corazón de Victoire se desembocó. Derramó el café sobre su teléfono móvil. Su voz se apagó. No podía pedir ayuda. Intentó llegar a la puerta. Más, cuando estaba justo en frente del joven cuyos rasgos eran muy similares a los de su deprerador anterior, este le cogió con violencia del brazo. Y ocurrió lo que ella temía en cuanto posó sus ojos sobre el azul infinito de la mirada salvaje de su nuevo raptor. Desaparecieron, mientras el olor a café seguía manteniendo una atmósfera tranquila, para nada interrumpida. Victoire volvió a aparecer, con náuseas. Aquella vez en un lugar diferente. No reconocía ni un ápice del recinto. Sintió la bilis volver a su garganta y vomitó sobre un suelo de mármol blanco. Se cayó de bruces al suelo. De impotencia. De miedo. Era una gran habitación fría. Las paredes parecían hielo. No había ningún tipo de decoración. Solo la presencia de personas que se arremolinaron a su alrededor. Se limpió el vómito de sus labios y quitó las manos del suelo, restregándolas por su jersey de algodón blanco. A su lado, el atractivo joven de mirada sagaz, le sostuvo la barbilla y le obligó a mirar hacia arriba. Logró ver, a través de sus ojos empañados de lágrimas, a un hombre con una cicatriz que le surcaba el rostro, de la sien a la barbilla. Entonces, se dio cuenta de que el hombre robusto sostenía entre sus brazos la figura del joven de ojos azules que la había perseguido hasta Londres hacía semanas. No era la misma persona que la trajo a ese lugar. Miró de una a otra. Eran gemelos. Sólo el pelo era diferente. El de pelo castaño parecía medio muerto. Mucho más delgado que la última vez que lo vio. La sangre le goteaba de la nariz. Como si acabara de haber sido torturado por el mismo hombre que lo portaba en brazos. Pese a su demacrada apariencia, parecía luchar por salir de su agarre. Oyó un ruido al final de la habitación. Un gruñido. Otra figura masculina, sentaba sobre un trono barroco que parecía de otro universo en aquella habitación, le observaba atentamente. A su lado, un espejo guardaba en su interior la imagen nítida de un joven cabizbajo. Y lo reconoció. Loring. El Secretario del Ministro de Francia. El hombre que le hizo la entrevista. El hombre que portaba un anillo de un ojo en su mano derecha. ¿Dónde demonios estaba? Quiso pensar que habían topado con su raptor que allí estaba. Que su gemelo simplemente la había traído de vuelta a Francia para pedirle disculpas y resarcir daños a manos de la propia autoridad francesa. Que todo era un malentendido de su cabeza. Suposiciones que la asustaban y que la estaban dejando sin respiración en ese instante. No obstante, sabía que sus peores temores eran completamente ciertos. Que los rumores casaban con la realidad. Y, sobre todo, que estaba peligro. No dejó de pensar en el niño que había sido asesinado el año anterior por el Clan en Hogwarts. ¿Era ella la siguiente? -¿Esta es la Weasley que han elegido? ¿A esta joven en cinta es lo que te da pena matar?- espetó Loring con desprecio, mientras que sacó la varita. Victoire no supo si iba a apuntarle a ella o al hombre que supuestamente había tenido misericordia con su alma. Los gritos no salieron de su garganta, sino de la del joven de cabello castaño. Victoire no atendió a los gritos. Sus pensamientos habían ido a parar a una zona de su cuerpo. De la que nunca había pensado que le preocuparía tan pronto. De la que empezó a sentir su corazón palpitar ahí. La bilis, los vómitos que acudieron a ella desde hacía casi un mes y no cesaron no era estrés post-traumático. No lo era. Y tenía sentido. Según aquel cruel hombre, había un ser creándose dentro de ella. El alma se le cayó al suelo. Miró a todas partes en busca de alguna salida. Sin embargo, el agarre del joven de hebras doradas no le permitió moverse. Sentía su cuerpo débil, sucio y sensible. Al parecer, su único salvador estaba siendo torturado y quebrado en dos. -¿Olivier? -un hilo de voz, débil y confuso, provino de un rincón de la habitación en el que Victoire no se había fijado. Era una joven pálida, de cabello largo y pajizo, cuyas cuencas de ojos eran tan profundas y sus pómulos estaban tan marcados que la delgadez resultaba enfermiza. Tenía un aspecto desolador. La varita del agresor de Victoire pasó a apuntarla a ella. Victoire tembló. De rabia y de miedo. Sin saber qué estaba ocurriendo exactamente en aquella habitación. Sólo sabía que tenía vida en su interior. Y, desde que lo supo, debía protegerla a toda costa. -¡NOOO! -vociferó Olivier, entre torturas, al ver a la joven que había dicho su nombre. La ira se dibujó en sus ojos. Dejó de temblar. La tortura cesó. Loring se incorporó y se acercó al joven. -¿A quién prefieres matar? -le cuestionó. Pero la mirada de Olivier estaba llena de odio, dirigida a su gemelo, a su hermano, que sostenía la barbilla de Victoire con tanta presión que sentía que se le desencadenaría. -¿A esta Weasley preñada o a tu amada muggle? Victorie, entonces, perdió el conocimiento.
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