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La Tercera Generación de Hogwarts
(ATP)
Por Carax
Escrita el Martes 6 de Junio de 2017, 16:59 Actualizada el Domingo 17 de Enero de 2021, 16:45 [ Más información ] Tweet
(II) Capítulo 9: Entre libros
Las calles aún languidecían entre la neblina londinense. El niño, al contrario que todos los días en los que se montó en el autobús camino a su colegio, cambió de dirección, con el corazón palpitándole a mil por hora. Las farolas de Hampstead dibujaban una avenida de vapor, parpadeando al tiempo que la ciudad se despertaba y se desprendía de su disfraz de acuarela. Siguió el camino tal y como lo recordaba. La claridad del amanecer se filtraba entre las copas de los árboles y, entre las hojas y la niebla, no los haces de luz no llegaban a rozar el suelo. Finalmente, Hugo Weasley se detuvo frente a una pequeña puerta de madera de roble que introducía a una destartalada tienda de libros. Parecía como si los propios libros de aquella tienda tuvieran vida y, con su bullicio, desordenaran aquel lugar buscando llamar la atención de un nuevo dueño. Un hombrecillo con rasgos de ave rapaz y cabellera plateada le abrió la puerta. Su mirada aguileña se posó en Hugo, impenetrable. -Buenos días, joven. ¿No deberías estar en el colegio? -le preguntó escéptico. -La señora Breedlove me citó aquí hoy -anunció el joven un tanto nervioso. -Soy Hugo Weasley. El hombre alzó las cejas, sorprendido, como si esperara que fuera cualquier otra persona menos un niño de diez años, con el pelo caoba y ojos con legañas de haber salido corriendo de su casa para llegar allí. -Ahora mismo se lo comunico, señor Weasley. El que seguramente sería el dueño de la tienda, le invitó a pasar con un leve asentimiento. La cálida luz de las diferentes bombillas que habitaban el lugar lo cubrían todo. Una escalinata de hierro negro y madera. Una galería de estanterías poblados de historias inolvidables. Siguió al hombrecillo a través de un pequeño corredor formado por hileras de libros amontonados unos sobre otros. Llegó al mostrador y cruzaron por el trastero hasta otra puerta interior. Entonces, por primera vez, Hugo Weasley pudo ver la gran sala circular donde una auténtica basílica literaria yacía bajo una pequeña cúpula acuchillada por haces de luz que pendían de la neblina exterior. Era un círculo de estanterías repletas de libros que ascendían desde la base hasta la cúspide. Miró al hombrecillo boquiabierto. Entonces, avistó a la mujer que se encontraba en el centro, en una de las mesas disponibles. Le sonrió, guiñándole el ojo. -Hugo, bienvenido a la Colección de Miranda Goshawk -la mujer le pidió con un gesto que se acercara. Charlotte Breedlove le contemplaba con atención. Y Hugo la contemplaba a ella. Era una mujer imponente. Alta y fornida. Con ojos exageradamente grandes y negros. Y una piel oscura tan tensa que parecía ser más joven de lo que verdaderamente era. Salpicando de las estanterías de aquella biblioteca, se perfilaban una docena de figuras de mármol. Algunas de ellas se volvieron a saludar y reconoció los rostros de magos y brujas importantes para la historia de la magia. A sus ojos de diez años, aquellos individuos aparecían como una cofradía secreta de almas conspirando a espaldas del mundo. La señora Breedlove se incorporó hacia él y, sosteniéndole la mriada, le habló con una voz solemne. -Este lugar es un santuario, Hugo. Cada tomo que ves, tiene poder. El poder del mago que lo escribió y de los hechiceros que lo leyeron. Cada vez que uno de estos libros de magia cambia de manos, su poder crece y se hace fuerte -Le explicó. -Miranda Goshawk recopiló todos los libros con el poder de acumular magia y transmitirla. Son muy pocos. -Algunos son tan viejos como la propia magia -añadió el hombrecillo. -Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existen o quiénes los escribieron -completó la Señora Breedlove. -Estos libros son un misterio. Un mito. Ellos son los que deciden al dueño ante el que se abrirán para aportarle conocimiento y poder… Ahora solo nos tienen a nosotros, Hugo. El señor Goshawk es el heredero de este legado de su tía. ¿Crees que guardarás este secreto? La mirada de Hugo se perdió en la inmensidad de aquel lugar. En su luz encantada. Asintió y la señora Breedlove sonrió. -Sí -musitó en un nervioso hilo de voz. -¿Y sabes lo mejor? -preguntó la señora Breedlove. Hugo negó en silencio. -Los libros te han elegido a ti. Te han llamado. Por eso viniste un día aquí y no a cualquier otra librería mágica de Londres. Ahora es tu turno de responder la llamada y escoger un libro, el que prefieras. Adoptarlo. Asegurarte de que nunca se pierda y que permanezca contigo hasta tu último aliento que quedará impregnado en su lomo. Hugo Weasley asintió de nuevo. Casi media hora estuvo deambulando entre las estanterías de aquella cúpula, ayudado de un encantamiento mágico que le permitía flotar para alcanzar los tomos más alejados. Olía a papel viejo, a polvo y a magia. Dejó que su mano rozase las avenidas de lomos expuestos, tentando su elección. Cazó, entre los títulos desdibujados por el tiempo, palabras en lenguas que reconocía y decenas de otras que era incapaz de catalogar. Recorrió la galería en espiral. Miles de tomos que parecían saber más acerca de él que él de ellos. Al poco, le asaltó la idea de que tras la cubierta de cada uno de aquellos libros se abría un universo infinito por explorar y de que, más allá de aquella cúpula, el mundo dejaba pasar la vida en tardes de Quidditch y televisiones muggles. Quizás fue aquel pensamiento, quizás el azar o el destino, pero en aquel instante supo que ya había elegido el libro que iba a adoptar. O quizá debería decir el libro que le iba a adoptar a él. Se asomaba tímidamente en el extremo de una estantería, encuadernado en piel de color dorado y susurrando su título en letras esmeralda que ardían a la luz que destilaba la cúpula desde lo alto. Se acercó hasta él y lo acarició con la yema de sus dedos. Lo leyó en silencio. -Los hechizos del príncipe de los Encantamientos, de Myrddin Emrys. Jamás había oído mencionar aquel título o a su autor, pero no le importó. La decisión estaba tomada. Por ambas partes. Tomó el libro con sumo cuidado y lo hojeó, dejando aletear sus páginas. Liberado de su celda en el estante, el libro exhaló una nube de polvo dorado. Satisfecho con su elección, rehízo sus pasos portando su libro bajo el brazo con una sonrisa impresa en los labios. -No dudaba ni por un instante que acabarías elegiendo ese libro -le confesó la señora Breedlove, al acercarse a él. Hugo mostró un gesto contrariado. -¿Por qué? Hay miles de libros aquí… -Oh, joven Weasley, ¿no sabes quién es ese autor? -Hugo se encogió de hombros. -Por supuesto, no podrías conocer su nombre en galés. Esto hace tu elección aún más interesante… Hugo Weasley has tenido el honor de ser elegido por el libro del mismísimo Merlín. Hugo Weasley palideció. Tal vez la atmósfera mágica de aquel lugar había podido con él, pero tenía la seguridad de que aquel libro había estado allí esperándole durante cientos de años. Los lunes solían ser los días elegidos por ambos para hablar por teléfono. Al fin y al cabo, eran los peores días. Ambos tenían que empezar a trabajar después de un fin de semana dedicado a la cultivación de sus más puros deseos. Por un lado, Ted Lupin acudía a Luperca, aquel santuario de hombres lobo, para desatar su animal. Por otro lado, Victoire Weasley disfrutaba de la vida parisina con sus nuevos amigos del Ministerio. ¿Se veían? Habían decidido limitar la frecuencia a un encuentro mensual, pues temían que de ser rutinario no quisieran separarse. -…Así que no pasaré toda la Navidad en la Madriguera -El joven le acababa de decir que su abuela se encontraba peor. No sabían muy bien qué era lo que le ocurría, pero Ted Lupin quería pasar el mayor tiempo con ella posible. Sobre todo, en Navidad. Cuando más solos estaban. -Pero iré muchos días te lo prometo. -No pasa nada, Teddy -le despreocupó Victoire. -Yo puedo ir contigo algunos días… Este año la Madriguera tampoco va a ser muy entretenida. Mi hermana se va a Bulgaria con mi tío Charlie, ¿te lo puedes creer? Con todo lo que está pasando por ahí… El joven rio al otro lado de la línea. Victoire frunció los labios. A ella no le hacía gracia. No entendía cómo sus padres habían permitido aquello. ¿Es que no habían escuchado nada sobre la revuelta de vampiros? -Pero, Victoire, si va con Charlie no le pasará nada… -Oh, ya lo sé… ¡Pero es que no entiendo cómo a Dominique le puede gustar eso! Son unas criaturas muy peligrosas… ¡Y más ahora! Se hizo un silencio al otro lado de la línea. -Yo también soy una criatura peligrosa, ¿recuerdas? -Victoire enmudeció. -Además, ¿qué más da lo que haga Dominique? Probablemente se haya querido ir para escapar del imbécil de Woods… -¿¡Qué dices?! -Exclamó la joven, alterada por el trato de su novio hacia el novio de su hermana. -Pero si Woods es un encanto… Nunca entenderé por qué te cae tan mal, Teddy. El joven soltó una carcajada. Murmuró algo. Victoire refunfuñó. -Si estuvieses en Hogwarts lo sabrías… No le han dado un puesto en el Quidditch y está que trina… A tu prima Rose le está calentando la cabeza todos los días. -Seguro que eres un exagerado, Teddy -Le dijo con total seguridad Victoire. Recordó que Nicholas Woods era todo un caballero. Muchas veces deseaba que Teddy se comportara un poco más como él cuando estaba con ella. -Me tengo que ir, Vic -se apresuró a decir Ted Lupin. -Los alumnos están comenzando a llegar a clase y tengo que parecer profesional. ¡Adiós! Victoire Weasley se quedó anonada cuando su novio colgó el teléfono de sopetón. Ni siquiera le había dado tiempo para despedirse. Por esas cosas odiaba la relación a distancia. Sabía que no diría nada porque significaba que era una inmadura que no podía estar sin él. Pero es que, en realidad, era una inmadura que no podía estar sin él. La puerta de su pequeño despachó se abrió, dejando ver una fina línea del exterior por el que se asomaba tímidamente su tía Gabrielle Delacour. Victoire cambió su semblante sombrío hacia uno más amable cuando la vio. Su tía era verdaderamente preciosa. Era joven. Con sus treinta dos años había logado cautivar a todo el Departamento Francés con sus habilidades de auror. No tenía pareja, o al menos eso era lo que pensaba Victoire. Se había pasado todos aquellos meses haciendo de París el hogar de Vic. Y por eso estaba eternamente agradecida. -¿Me traerías un café de la cafetería de la esquina, Vic? Intuyo que no estás muy ocupado y necesito urgentemente un café que no sepa a agua… -¡Claro! -Ella sonrió, realmente agradecida por hacerle un recado a su tía con excusa para salir a tomar el aire. Su tía se marchó tras guiñarle el ojo. Victoire cogió su abrigo. Se puso un gorro de lana. Y los guantes. París era frío y gélido en invierno, sí. Pero no era Londres y estaba feliz de que los rayos de sol aún perduraran. Salió del su pequeño cubículo y se adentró por los pasillos del Departamento. Los empleados la saludaban y le hacían gestos de ánimo. Literalmente estaba flotando de felicidad. Los parisinos eran muy agradables. Y trabajadores. No paraban nunca de trabajar. Al salir del Departamente que, para más valoración, tenía un valor arquitectónico y artístico muy superior al londinense; atisbó la pequeña cafetería a la que acudía todos los días para cogerle un café a su tía Gabrielle. Le encantaba. Olía a pan recién horneado. A chocolate caliente. A hierbas mágicas. Y el olor a café recién molido era su llamada. En cuanto entró, un muchacho se tropezó con ella y llenó toda su blusa de capuccino. Victoire soltó un gritito de irritación. -¡Oye! -le gritó. Su tía Vic le decía que por ese tipo de cosas la gente sabía que no era francesa. -¡Mira por dónde vas! El joven, ataviado en un abrigo largo de corte masculino, corrió a por servilletas y se las entregó a Victoire. Ella pudo mirarlo mejor y se ruborizó al chocar con sus ojos. Era demasiado apuesto. Tenía los pómulos muy marcados. Los ojos ridículamente azules envueltos en pestañas kilométricas. Y una sonrisa tímida que le quitó la respiración. -¡Mis disculpas! -Distinguió un acento nórdico, para nada francés. -No, da igual, no te preocupes -le tranquilizó Vic, tomando las servilletas y mirándole de reojo mientras intentaba quitar la mancha de café. -Tengo más camisas… El joven se quitó rápidamente su bufanda y se la tendió con una sonrisa humilde. -Toma, póntela, así no se notará… Ella la aceptó. No quería decirle que verdaderamente serviría para poco dentro del despacho, donde se derretiría si tenía puesta una bufanda. -Gracias, pero… ¿Cómo te la devuelvo? Él se encogió de hombros. -Me la das otro día… Me llamo Olivier -le tendió la mano y ella la agarró para formalizar la tregua. La enorme construcción adornaba aquella extensión desolada de nieve blanca. La piedra grisácea que sostenía el hielo de aquel Palacio daba un aspecto inhóspito, tal y como quería su dueño. Ante la puerta principal, donde una escultura de hierro cortaba el paso, dos figuras esperaban a que esta se abriera. Adolf O'Smosthery, al que llamaban Montdark, contemplaba impaciente su reflejo en el hielo del suelo. Su deforme rostro, pocas hebras de cabello que adornaban su demacrado cuero cabelludo escondido en una capucha que hacía de su rostro una sombra. A su lado, Octavio Onlamein fruncía el ceño ante la tardanza. La puerta se abrió por si sola, algo más tarde, y los dos hombres desaparecieron al entrar. Volvieron a aparecer en un gran Salón alargado. Octavio había presenciado la tortura de incontables magos, muggles y criaturas por parte del mismo hombre que le acompañaba. También las había inducido él. La Sala estaba adornaba por cuadros de distintas épocas, todos de estremecedoras guerras mágicas que se movían entre sí, sacudiendo las maldiciones que entre un bando y otro se lanzaban sin piedad. Más al fondo, algo aislado, se encontraba un trono barroco de color dorando con motivos florales, donde sentado Loring, el que se creía dueño y rey de aquel lugar. Su pico de viuda apuntaba hacia ellos. Observaba con atención un espejo cuyo cristal se ensombreció en cuanto O'Smosthery y Onlamein cogieron asiento en la ovalada mesa, en la otra punta del Salón. El primero se había estremecido al percatarse de la presencia del objeto mágico, el vello de su nuca se erizó y una extraña rabia se apoderó de su mente. Octavio Onlamein, sin embargo, mostró indiferencia hacia el artilugio y centró su atención en el hombre que los había convocado allí. -Adoro vuestra puntualidad- comentó, mientras sonreía irónicamente al espejo. Sabía, perfectamente, que les había hecho esperar durante una hora fuera para que el frío les calase en los huesos y su gesto se quedara congelado. -Se aprecia que sean puntuales siempre que sea por quitar vidas - susurró una voz procedente del espejo. Aquello hizo que un escalofrío recorriera la espalda del joven Onlamein. Loring esbozó una media sonrisa de superioridad, al darse cuenta de que, para Onlamein, el hombre que estaba encerrado en el espejo era un completo misterio para el joven. Dentro del espejo, como el joven pudo comprobar al contemplarlo mejor, se encontraba un muchacho que aparentaba a ser algo más joven que él. El joven del espejo tenía aspecto cansado y triste, más miraba a Octavio de forma burlona. Intuía que aquello se quedaría en una incógnita para él. -Loring- le llamó O'Smosthery, desviando su mirada del joven condenado a estar allí dentro. -Todos estamos preparados. Loring asintió. -Solo falta que demos el Golpe de Estado -dicho esto, crujió sus nudillos. Por primera vez, iba a hacer historia. Su nombre se recordaría. El nombre de un bastardo en las inscripciones de los Ministros de Francia. No pudo evitar la risa irónica.
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