Epílogo: Resurgir de las cenizas
Le gustaba leer en voz alta un
libro cuyas palabras tenía tatuadas en su mente. El Señor obligaba a leerlo a
todo miembro del Clan. Decía que el escritor había sido un discípulo
excepcional y que había puesto en papel todo aquello necesario para conseguir
el poder que tenían y al que aspiraban.
-El arte de la guerra es una
cuestión de vida o muerte, un camino que lleva a la seguridad o a la ruina -las
palabras se perdieron en el susurro de Graham McOrez. Su melena blanca estaba
recogida detrás de las orejas, acartonadas contra un rostro arrugado y sufrido.
Sus ojos pasaron por toda la página. -Toda guerra se basa en el engaño.
Aquel primer capítulo
introductorio de la obra de Sun Tzu era su favorito. Además, había decidido
releerlo en aquellos instantes al ser un momento indicado. El capítulo se
titulaba «Analizando los planes de guerra». Tras tanto tiempo inmerso en el
Clan, creía incierta la idea de que algún día llegarían a salir a la luz todas
las maniobras que ya estaban puestas en marchas desde hacía siglos para
conseguir un objetivo que aún se escapaba de su exactitud.
Dejó el libro, uno de los
primeros ejemplares impresos en Inglaterra, sobre el banco de piedra en el que
estaba sentado. Miró al claustro gótico en el que se encontraba, dentro de un
edificio de origen religioso de características europeas. Dejó salir una bocanada
de aire de su boca. Lo habían llamado con urgencia. Había tenido que dejar que
el té se enfriase en su apartamento en Bath para utilizar el transportador
hacia las zonas más cálidas de Europa. Al Señor le inspiraba la campiña
italiana y la había convertido en su hogar durante mucho tiempo. Incluso si sus
súbditos preferían las tierras nórdicas y gélidas de Europa, él siempre les
haría acudir a él y a su palacete italiano. Aquello era algo honorable a la par
que inédito.
Sólo unos pocos, los más
sagaces, los más hábiles con las palabras y los más inteligentes, habían sido
los elegidos para una audiencia con el Señor. Debían ser sus soldados más
fieles. Aquellos que más víctimas podían contar, cuanto más sonaran en los
periódicos, más alabanza ganaban. Y, sobre todo, aquellos que hubieran hecho un
gran sacrificio. Solían, además, ser los que más años llevasen empuñando su
varita. Graham McOrez cumplía todos aquellos requisitos.
Paradójicamente todo aquel que
habitaba aquel palacete de origen medieval no era mago ni bruja. El servicio
era muggle. El único mago que allí residía era el Señor. Más, no siempre había
sido así. De hecho, no hacía ni un año desde que el Señor decretó que los magos
que allí vivían se marcharan y no volvieran a pisar el mismo suelo que él.
Decían que era porque la magia que desprendían le recordaba a Lance, el que
había sido su amante durante tanto tiempo y que falleció a manos de sus
enemigos. Aquella había sido una medida drástica del Señor cuyo origen radicaba
en su más sentido pesar y dolor por la ausencia de su amor. Aquello también
había minado su temperamento, consecuencia directa de aquello era las
represalias tomadas contra aquellos niños. No obstante, su desencadenada
reacción no había sido tan grave como Graham esperaba, teniendo en cuenta que
solo había saldado una vida. Suponía que el Señor quería seguir un plan
prudente para que, hiciera lo que hiciera por un arrebato de agonía, las
profecías con las que se obsesionaba se cumplieran.
Una mujer vestida en un ábito
religioso de color oscuro se acercó a él sin mirarle directamente a la cara.
Procedía de la sala a la que Graham esperaba entrar, un tanto impaciente. La
mujer se detuvo ante él. Entonces, sabiendo que probablemente aquella monja
tuviera un voto exhaustivo de silencio, el hombre se levantó, tomó el libro, lo
guardó en el bolsillo de su chaqueta y se dirigió a la sala con la monja
pisándole los talones.
Ante él, se encontraba la Sala
se encontraba que albergaba algunos de los secretos mejor guardados del mundo
mágico. Entre ellos, el Señor.Sus rasgos eran diferentes a los que recordaba de
su última audiencia. No sabía si era porque su memoria comenzaba a fallar o por
el hecho de que, efectivamente, las cuencas de sus ojos estaban más hundidas,
su piel aún más blanquecina y su larga melena había menguado en volumen. Graham
entendía perfectamente que podía tratarse de los efectos secundarios de haber
perdido al amor de su vida cuando aún le quedaba por vivir. Y, además, sabía
que no era ningún capricho de su mentor, como en otras ocasiones había
ocurrido, porque él mismo se había asegurado de hacer el encantamiento de Fati Filum Rubrum para concluir que se
trataban de almas conectadas.
-Buenos días, Alteza -hizo una
breve reverencia con la cabeza, mientras la delgada figura se pasaba por los
haces de luz que se infiltraban a través de los ventanales. -He venido en
cuanto me avisaron de que me había llamado. ¿Para qué me necesitaba?
Un silencio le recibió. Observó
que el Señor estaba contemplando un cuenco de cenizas que tenía encima del
escritorio de roble oscuro que presidía aquella sala con determinación. Sabía
que el Señor calibraba milimétricamente sus palabras para gastar el menor ápice
de respiración en ellos. También sabía que quizás se sentía avergonzado por el
arrebato de locura que le ofreció la última vez. Era un tiempo difícil para el
Señor. Y aún, si quiera, había comenzado a mover sus piezas más importanes.
-En efecto, McOrez, por eso te
he llamado. Voy a empezar a mover piezas y necesito un guardián que las dirija
por mí. Serás tú, dados tus méritos y reputación. Pero, a partir de ahora, no
escatimes con la varita.
-Muchas gracias, Alteza. No le
defraudaré -respondió con una reverencia McOrez.
-Ya sabes
qué es lo que quiero. Hazles sangrar hasta que lo tenga en mis manos. Haz la
guerra. Desata todos los males, desencadena a las bestias y arrojáles maleficios
que les destruyan el alma.
Entonces,
una llamarada nació del cuenco de cenizas que el Señor tenía ante él. Este se
mostró impasible. Sus ojos reflejaban el fuego del que, poco a poco, aparecía
la figura de un fénix de color bermejo, una criatura menuda, apenas sin plumas,
que se alzó ante los presentes como el fenómeno natural tan extraordinario que
era.
Su canto de
recién nacido, como decían las leyendas, infundó valor en el corazón de Graham
McOrez para la misión que le habían encomendado.
Recordó las
palabras del autor japonés: «Cuando estemos capacitados para atacar, debemos
parecer imposibilitados para hacerlo. Cuando estamos usando fuerzas, debemos
parecer inactivos. Cuando estamos cerca, debemos parecer lejos. Cuando estamos
lejos, debemos hacerle creer que estamos cerca. Muestre seuelos para incitar al
enemigo. Finja desorden y… aplástelo».