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La Tercera Generación de Hogwarts
(ATP)
Por Carax
Escrita el Martes 6 de Junio de 2017, 16:59 Actualizada el Domingo 17 de Enero de 2021, 16:45 [ Más información ] Tweet
(IV) Capítulo 37: Incontrolable
Se llevó la venda a los dientes para rasgarla. Se miró en el espejo. Su piel estaba llena de magulladuras. Incisiones. La cicatriz de su ceja había desaparecido conforme nacía una en su barbilla. Se miró sus brazos. Tonificados. Su barriga plana y dura. Se giró para verse mejor la herida del costado. Aún le escocía cuando se rozaba con su camisa. Era demasiado reciente. Seguramente su melanoma se acabaría convirtiendo en morado. Se pasó la venda por la cintura, apretando su pecho. Otra vuelta. Y otra. La ató como pudo en su otro costado. Se volvió a mirar. Suspiró. Guardó el resto del vendaje en una caja. Se puso la camisa. Abrochó los botones. Cogió la corbata del lavaba. ¿Quién diría que el Sombrero no se había equivocado en absoluto con ella? Se pasó la corbata por el cuello. El verde esmeralda resaltaba sus ojos. Se acomodó su capa. Y se guardó la caja con las medicinas en el bolsillo. Aquello había sido bastante considerado por parte del Ojo. Bien que les inducían dolor, también les enseñaban a sanarlo. Aún le costaba no tener pesadillas cada vez que le lanzaban un Cruciatus. Nunca había esperado sentir un dolor similar. Se contempló a sí misma en el espejo. Sus ojos verdes. Su pelo negro y rizado. Su piel pálida. Su semblante serio. No era su mejor momento. Pero, supuso, tardaría en encontrarlos mejores. Sin embargo, había aprendido a estar orgullosa de ella misma. A celebrar pequeñas victorias como derrotar a Collingwood. Lanzar hechizos que jamás pensó que lograría formular. Poderosos. No letales. Grandes hechizos que habían lanzado grandes magos. Se dio unas palmadas en las mejillas para recuperar, si fuera posible, un poco de rubor. El entrenamiento del día anterior la había dejado sumamente cansada. Los círculos negros bajos sus ojos eran una señal de lo poco que había dormido por tener que acudir en mitad de la noche. Su padre le había dicho que se estaba perdiendo tener una vida normal en Hogwarts. No era como si ella fuera a ser el alma de la fiesta ni en la Sala Común de Ravenclaw ni en la Sala Común de Gryffindor. Era cierto que le habría encantado ir. Con Rose, Peter y Scorpius. Peter le había invitado a un afterparty incluso. No tuvo que inventar excusas. Ni se las pidieron. Se encaminó hacia la salida del baño. Dio gracias a Merlín por no encontrarse a nadie en el pasillo. Completamente abandonado. No quería encontrarse con nadie. Suficiente tenía con ir a clase y ver cómo el resto de alumnos estaban tranquilos y felices. No tenía envidia de ellos. Sino preocupación. Hogwarts estaba demasiado relajado. ¿No eran conscientes de que había una guerra tras los muros? ¿Un ejército de jóvenes suicidas por la causa? ¿Un ejército de criaturas mágicas como hombres lobo, vampiros, dementores o acromántulas que se habían unido en centenas al Ojo? ¿Tecnologías muggles y ciencia para modificar sus armas y sus soldados? Se estremeció solo de pensarlo. Pasó por aulas vacías. Era sábado. Solo las ocupaban los prefectos para alguna reunión improvisada. Pero, normalmente, estaban vacías. Ni siquiera había dado clase allí todavía. Pertenecían a optativas que no se iba a coger. Paseó sus dedos por el muro conforme avanzaba por el pasillo. Sintiendo la historia y la magia de Hogwarts en su piel. Echaba tanto de menos no preocuparse por nada. ¡Qué idiota había sido sin disfrutar los años que podía! Slytherin no estaba mal. Astucia. Ingenio. No tenían por qué ser todos magos oscuros. Había evidencia. Albus Severus Potter. Christopher Nott. Claire Jenkins. David Morrit. E, incluso, su profesor de Pociones. Ella no se incluiría nunca. Pero le gustaba pensar que no estaba en un sitio tan malo. Algo la arrastró hacia un aula cuando pasó por la puerta que estaba abierta. Alguien jaló de su brazo hacia el interior con tanta fuerza que la venda se apretó a su herida y gimió de dolor inconscientemente. Sus pies casi tropiezan. Sintió que sus muñecas eran aprisionadas. Dio un respingo. ¿Unos grilletes? Frunció el ceño. Fue empujada al centro de la sala. Miró con horror a su raptor. Había ido a cerrar la puerta. Sacaba su varita. Formuló algo. ¿Les estaba encerrando allí? ¿Con ella esposada? Su raptor se rascó la nuca. No veía su rostro pero sabía perfectamente quién era. No articulaba palabra. -¿Se puede saber qué mosca te ha picado? -Le espetó. Albus le plantó cara. Ella gruñó. Le enseñó los grilletes. El joven no dijo nada. Se sentó en un puprite. Con los pies danzando. En frente de ella. Se atrevió a mirarle la cara. Alice arrugó el rostro. ¿Veía culpa? ¿Por qué? ¿Por haber huido como un cobarde cuando ella le confesó sus sentimientos? No era como si no se hubiera esperado que Albus la rechazara. No tan gráficamente. -Lo siento, Alice, es por tu bien -Atinó a decir. Desvió los ojos de ella. Cruzó sus brazos sobre su regazo. Ella seguía enseñándole los grilletes. Algo no andaba bien. Pesaban mucho. -Ya me lo agradecerás -Añadió. Hizo amago de acercarse a él. No obstante, los grilletes la retenían sobre sus pies. Como anclada en la gravedad de aquel lugar. La ira comenzó a llegar su estómago. -¿Qué has hecho? -Le espetó. Cada vez que se encontraba con Albus temía por su propia vida. Porque quería contarle lo que hacía. Pero contárselo a alguien suponía morir. Y no estaba dispuesta a hacerlo. Sobre todo cuando el estúpido le había dicho que confiaba en ella. Ya lo veía. ¿Qué clase de confianza implicaba detenerla con unos grilletes? Una luz azul se materializó ante ella. Un Patronus. Un tiburón. Frank McOrez. Con un mensaje. «Acudid todos al Palacio de Hielo. Se os necesita con urgencia». Casi se atragantó con su propia saliva cuando se desvaneció en el aire. Respiró profundamente. Miró a Albus. Pero en su rostro vio que ya era consciente de aquella noticia. Evitaba mirarla a ella. Tenía la vista fija en sus pies. Oh. No. Podía. Ser. ¡Tenía que acudir a la llamada y el madito Albus la había esposado! ¡No se podía mover! ¿Qué pasaba si no iba? ¿Si no obedecía? ¡No quería comprobarlo! Su rostro mostraba terror. Miedo. Tenía a la muerte soplándole en la nuca. -Alice… Los Aurores van a detener a todos los miembros del Ojo del Castillo -Anunció. Gruñó. Forcejó para salir de aquel encantamiento. -¡DÉJAME SALIR! -Rugió. -Os van a torturar para sacaros información… Da igual quién seas -Añadió Albus. Seguía sin mirarla. -Si no vas, no te pasará nada -Sentenció. -¡DÉJAME SALIR! -Insistió. Le gritó. -No puedo -Confesó Albus. -¡DÉJAME SALIR! ¡MALDITA SEA! ¡SI ME ARRESTAN… QUÉ ME ARRESTEN! -Vociferó. -¡PERO TENGO QUE IR! Volvió a forecejear. A balancearse. Gruñó. Rugió. Miró a Albus con ira. Iba a matarla si ella no obedecía. ¿Una tortura de Aurores? ¡Ya había sufrido tortura! ¡Les costaría superar lo que le hicieran! -Este Auror… Les da igual si os hace daño -Seguía diciendo Albus, ajeno a su forcejo y su impotencia. -¡QUE ME HAGA DAÑO! ¡PUEDO SOPORTARLO! -Gritó. -¡SUÉLTAME! ¡SUÉLTAME! -Chilló. Movió su cabeza de un lado al otro. Los movimientos le habrían abierto la herida. Se retorció de dolor. -¡SOCORRO! -Gritó en dirección a la puerta. -¡SOCORRO! -Volvió a exclamar. Estaba desesperada. No podía decirle a Albus por qué la tenía que dejar ir. Pero, si no la dejaba ir, las consecuencias podrían ser terribles. El Ojo la necesitaba. No acudir a una llamada… Eso era impensable. -Ya te he dicho que no puedo, Alice -Dijo Albus. Albus se acercó a ella. Con la vista en el suelo. Ella forcejeaba. Rugía. Gruñía. Su muñecas estaban enrojecidas. -¡DÉJAME IR! ¡SUÉLTAME, ALBUS! ¡YO ELIJO SI ME HACEN DAÑO O NO! ¡DEMONIOS! ¡ALBUS! ¡QUIERO QUE ME HAGAN DAÑO! ¡SUÉLTAME! -Yo no quiero que te hagan daño, Alice -Decía, angustiado por la visión que tenía ante él. Alice escupió en el suelo. Saliva. -¡SUÉLTAME! Albus alzó su mirada hacia ella. Tenía los ojos caídos. -No -Sentenció. Cruzó sus brazos sobre su pecho. Como amenazante. -No dejaré que te hagan daño. Alice se rio con histeria ante aquello. Perfecto, Albus, si no la soltaba, el daño sería irreparable. Y la culpa la tendría él. Entendía que no sintiera lo mismo por ella. Pero ¿matarla? Eso era demasiado oscuro incluso para Albus. No se recuperaría. Ni aunque su hermana parecía haberlo hecho. Se había dado cuenta de que aquellas esposas encatadas tampoco le permitían realizar ningún hechizo no verbal. Estaba perdida. Perdida ante la persona a la que quería contarle toda la verdad pero no podía. La vería morir. Quizás no estaba tan mal del todo. Quizás a Alice no le importaba morir porque Albus pensaba que la estaba protegiendo. Una muerte torpe. Una lástima. -¿Por qué, Albus? ¿Por qué no me dejas ir? Te estoy diciendo que da igual que me arresten… Tenemos vías de escape… Podemos aparecernos… Sabemos hacerlo, maldita sea, Albus. Debes dejar que me vaya… ¿POR QUÉ? Albus se rio. Alice arrugó el rostro. Seguía sacudiéndose. Rugía. Gruñía. -No, no es así como se supone que te lo debía decir -Albus sacudió su cabeza. -¡¿EL QUÉ?! -Preguntó histéricamente Alice. Sacudiéndose. Forcejeando los grilletes por si había suerte. Albus alcanzó sus manos, las cuales temblaban por sacudirse y se giraban de un lado a otro haciéndose una herida. Las apretó. Subió sus manos por sus brazos cubiertos lentamente. Alice dejó de sacudirse. Llevó sus manos a los hombros de Alice. La joven le miraba atentamente. Levantó la mano y tomó un rizo de su cabello entre sus dedos. Estaba lo suficientemente cerca para que ella pudiera sentir el calor de su cuerpo. Oler su jabón. Su piel. Su sudor. Su respiración. Respiró entrecortadamente. Albus la acercó a su torso. El rostro de Alice se estrelló contra la camisa blanca de Albus. El olor particular de Albus la sacudió. Se quedó prisionera de él. Había bajado sus manos a la cintura de la joven y la apretaba contra él. Reposó su cabeza sobre el pelo de Alice. Hundió su rostro en él. Los labios de Albus rozaron el oído de Alice. Ella se estremeció. -No puedo dejar que te hagan daño porque te quiero, Alice -Le confesó en un hilo de voz. Alice sacudió su pecho con una respiración entrecortada. -Siempre lo he hecho y lo sabes -Añadió. -Si alguna vez te pasara algo, yo… Su voz se desvaneció. Rescató su rostro. Posó su nariz sobre la nariz respingona de Alice. Le miraba con tanta seriedad que sintió un pinchazo en su estómago. Tenía el miedo pintado en su rostro. El temor a perderla. Como lo había hecho hacía un año. Solo que, aquella vez, parecía más seguro de él mismo. Más maduro. Más valiente. Más enamorado. -¿Confías en mí? La pregunta de Alice se escapó en el aire que les separaba. Él tensó su mandíbula. Apretó su agarre sobre su cintura. Se inclinó hacia ella. Y la besó delicadamente. Como si fuera a romperse. Cerró los labios. Para saborear. Para dejarse llevar aunque no debería. Sintió sus labios sobre los suyos. Tan suaves. Con tanto sentimiento. Tan… Albus. Su corazón se saltó varios latidos. Albus se separó lentamente. Sus ojos se encontraron con los de ella. -Siempre -Asintió él. Pesarosamente. Con sinceridad. -Debes dejarme ir -Anunció Alice. El entornó sus ojos. Alice luchó por no besarlo de nuevo. - Si me quieres, debes dejar que vaya…-Insistió. Albus suspiró. Ella sintió su aliento sobre su rostro. -No es fácil -Dijo. -Sé que no es fácil… Pero debes confiar en mí -Le rogó. -Por eso… Por eso no quería darte esperanzas en todo este tiempo, Albus -Dijo ella, con la voz rota. -Es complicado. Él negó. Seriamente. -Contigo siempre lo es -Confesó con una sonrisa. -No vas a impedir que sienta por ti -Parecía amenazarle. Murmuraba sus palabras sobre su boca. No la estaba besando. Pero ella sentía el mismo nudo en su estómago. Deseó fundirse con él y olvidar sus problemas. -Sé que no me necesitas, Alice -Dijo. -Pero no puedes impedir que quiera protegerte… -Lo sé -Dijo ella. Sonrió. -Pero debes confiar en mí. -Si te suelto -Albus suspiró. -¿A dónde irás? Fue Alice la que suspiró aquella vez. Acercó su rostro. -Lo sabes… El joven asintió. Frunció los labios. Suspiró. -Confío en ti, Alice. Se separó de ella. Cogió los grilletes. Los abrió. Los dejó caer al suelo. El golpe contra la piedra fue lo único que se oyó. Albus sostuvo las manos de Alice. Su mirada indescifrable. La que le había perseguido todo aquel tiempo. Creía que era su mirada de odio hacia ella. Pero entendió que no. Era impotencia sobre lo complicado que ambos lo tenían. Era dolor por no poder tenerla sobre sus brazos y convertirlo en costumbre. Anhelo. -Búscame cuando necesites ayuda -Le rogó. -Por favor -Dijo. Con aquella mirada seria. -O iré a buscarte -Amenazó. Seriamente. Alice frunció los labios. Una lágrima comenzó a nacer de su ojo. Albus la recuperó con la yema de su dedo. Todos sus recuerdos con él estaban ahí. Podría verlos si quería. Podía sentir la tensión en su propio cuerpo. El esfuerzo de contenerse. De confiar en ella. Aprovechar esa única oportunidad de estar juntos, por peligrosa y estúpida e imprudente que fuera. De besarla de la manera que había pensado que nunca, en su vida, sería capaz de volver a besarla. La boca de él cayó sobre la de ella. Y eso fue todo. Todo el autocontrol que podían tener para no retrasar más lo que era inevitable. Como si el agua se estrellara contra una presa rota. Sus brazos rodearon su cuello y él la empujó contra sí. Sus manos se aplanaron contra su espalda. Ella estaba en la punta de sus pies, besándolo tan ferozmente como él la besaba a ella. Él se aferró a ella con más fuerza, anudando sus manos en su pelo, tratando de decirle, con la presión de su boca sobre la de ella, todas las cosas que nunca se había atrevido a decirle en voz alta. Se alejó de Albus antes de que fuera demasiado tarde. Abriendo sus manos alrededor de su cuello y retrocediendo. Albus la miraba fijamente. Sus labios estaban separados, sus manos aún abiertas. Sus ojos estaban muy abiertos. No quería que aquel beso fuera de despedida. Pero supuso que uno no escogía sus batallas. -Adiós, Albus -Dijo ella. Sin saber cuándo se verían realmente. Pues intuía que no podría volver al castillo. Ni a su padre. Después de aquello pertenecía al Ojo. -Nos encontraremos -Prometió. Antes de que Albus pudiera decir nada, Alice Longbotton desapareció. Se materializó en los corredores de su Casa. De Slytherin. Tenía que acudir al traslador. Escuchó unos pasos correr hacia donde ella estaba. Y escuchó voces donde se suponía que estaba el traslador. Se acongojó. Suspiró. -¡Longbotton! -La llamó Collingwood. -¡Corre! ¡Han detenido a todos los demás! Se giró para ver que corría junto con Frank McOrez y Renata Driggs. Siguió su estela. Su respiración se entrecortó. El nudo que tenía en e estómago se acrecentó. Doblaron la esquina hacia el sitio donde se encontraba la antorcha de hierro. Su traslador. Suspiró. -¿Alice? -Interrogó su hermano. Frank Longbotton la miraba asustado. Lucy Weasley resopoló. El auror que estaba con ellos sonrió. Sacó su varita. Apuntó al traslador. Su hermano cerró los ojos. Fuertemente. Alice inhaló aire. -¡REDUCTO! -El traslador estalló en mil piezas. Driggs le agarró de la mano. -¡VÁMONOS! -Instó McOrez. Se abalanzó sobre todos ellos. Y desparecieron de Hogwarts. Se aparecieron de bruces contra el suelo tras el empujón de McOrez. Ella gimió. Su herida. Aún le dolía. Suspiró. Alzó su mirada. Estaba sobre césped. Un jardín. Conocía muy bien ese jardín. Ese edificio que simulaba una época de lujo. -¿No debíamos ir al Palacio de Hielo? -Preguntó, angustiada Alice. -Nos han dicho que vengamos aquí… Si los Aurores vienen aquí… Les esperará un ejército que les aplastará -Anunció McOrez. -En el Palacio están bien servidos… Aquí nos prepararán para nuestras próximas batallas. La Academia de Beauxbattons. Resopló. -¿Nos buscarán aquí? -Preguntó Collingwood. -Oh, … ¿Crees que lo lograrán? -Espetó McOrez. Ahora era una fugitiva.
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