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La Tercera Generación de Hogwarts
(ATP)
Por Carax
Escrita el Martes 6 de Junio de 2017, 16:59 Actualizada el Miércoles 13 de Enero de 2021, 10:53 [ Más información ] Tweet
(IV) Capítulo 9: La naturaleza de las cosas
¿A quién pretendía engañar? Había sido demasiado estúpido. Se había dejado llevar en un momento de vulnerabilidad y la había cagado a lo grande. Tan colosal era su error, que jamás podría revertirlo. Solo le consolaba el hecho de que serviría para algo. Por eso, ponía todos sus esfuerzos en sacar algo útil de su nueva naturaleza. Su padre aún no sabía nada y no debía saberlo. ¿Cómo le explicaba que se había puesto en la bandeja de un miembro del Clan del Ojo para que le operase quirúrgicamente y conseguir que pudiera atravesar todas las barreras del espacio? ¡Le estallaría la cabeza en mil pedazos! Y, tras recomponerla, ¡le caería la bronca de su vida! No, no, que su padre lo supiera estaba fuera de debate. Ahora bien, que lo supieran un Auror francés exiliado por no ser seguidor del Ojo -o por, mejor dicho, ser un espía para la Orden del Temple de la que le había hablado -y su profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras… Aquello podría utilizarlo para su propio provecho. Y para el de ellos. Sobre todo, después del atentado al Ministerio británico de Magia… Donde no solo habían descubierto el poder del Ojo, sino también que tenían más seguidores de los que ellos jamás controlarían. Y, además, que la muggle que habían secuestrado era más importante de lo que nadie creía. ¿Importante para qué? Eso aún no lo sabían. Agradecía tener a alguien que no le ocultara toda aquella información. Era, al fin y al cabo, lo que le había metido de lleno en aquel error. «Saltador», así lo había llamado Bastien Lebouf. No porque fuera gimnasta y saltase… Sino porque cada vez que iba de un sitio a otro utilizando su genética alterada… Llegaba de un salto. Suspendido en el aire. Habían descubierto que podía ir a sitios que nunca había visto. O en los que nunca había estado. Si le enseñaban una foto o si se lo pedían otros. Si quería ir a la capilla Sixtina del Vaticano, aunque nunca hubiera estado y solo hubiera visto retazos de la obra de Miguel Ángel, solo tenía que desear ir allí. Y así habían causado una alteración en el orden muggle que revirtió sin problemas Lebouf -y también le dijo que como se le ocurriera volver a intentar algo parecido le estamparía en la pared y se convertiría en un fresco. Aunque a Sebastian McKing le daba más miedo que su profesor fuera hombre lobo. Su objetivo principal había sido meterse en la Cámara de los Secretos para vigilar y controlar los huevos de basilisco que supuestamente había plantado allí el Ojo. La Cámara de los Secretos era enorme. Y, sí, Sebastian McKing había encontrado los huevos… Abiertos. Aquello había dado lugar a un altercado dentro del despacho del director de Hogwarts. Si no habían controlado a un basilisco, ¿cómo pensaban hacerlo con cuatro? Al menos, les recordó Sebastian, no habían adoptado su forma final. Pero, claro, si no los encontraban, la acabarían adoptando. Como la Cámara de los Secretos estaba sellada, no saldrían de allí. Pero si el Ojo los había plantado allí… Podrían hacer cualquier cosa para sacarlos, ¿no? Ese era el primer objetivo de Sebastian McKing. Cargarse a cuatro basiliscos. ¿Cómo lo hacía? El director Longbotton le había facilitado la espada de Godric Gryffindor y Lebouf propuso que se aprovechara de sus «saltos» para atacarle de un lado a otro sin tener que mirar su reflejo. Gran plan. Pésimo realismo. ¿Cómo pretendían que supiera atacar con una espada? ¿Y aparecerse de pronto en varios lados de un maldito basilisco con los ojos cerrados acertando en cada estocada? ¿Desde cuándo era un ninja y él no lo sabía? Por esa razón, y porque el director Longbotton, el Auror Bastien Lebouf y su profesor Teddy Lupin se habían empeñado en que Sebastian McKing destrozara a cuatro basiliscos con sus nuevas habilidades mágicas, tenía que invertir todos los fines de semana en la Casa de los Gritos entrenando… En lugar de ir a Hogsmeade a tomarse cervezas de mantequilla. Aquello le había distanciado de Annie Gallagher, a quien no pensaba decirle lo que le ocurría -y de la que Lebouf le había aconsejado que desconfiase. Tampoco podría decírselo a Hugo Weasley, cuya presencia era la única que toleraba en el castillo. No había mejor sitio que la Casa de los Gritos para que nadie le viera practicar con una espada y desaparecer de un sitio a otro a la velocidad del sonido. ¿Por qué? Porque nadie en su sano juicio se acercaría allí. Para empezar, el nombre. Seguido de su función: acoger a los licántropos del castillo en Luna Llena. Ni siquiera los fantasmas entraban allí. Accedían a él a través del Sauce Boxeador, golpeando un nudo en el tronco que paralizaba el árbol. De ello, por supuesto, se encargaba él con su nueva habilidad que le permitía evitar las ramas del árbol con suma facilidad. Tenía que reconocer que no podía tener a unos entrenadores más divertidos. Sobre todo, después de enterarse del atentado al Ministerio. Su padre estaba bien. Por supuesto. Había habido ocho víctimas mortales. De las ciento veintitrés que había en el Atrio en el momento del atentado. Sabía que el Mundo Mágico estaba en un momento delicado. Por esa razón, tener ese entretenimiento o entrenamiento en aquellos momentos, era lo que Sebastian McKing necesitaba. Desde la muerte de su hermano, Sebastian McKing había dejado de sonreír y solía escabullirse en el rumor de que era un muchacho solitario y sin ganas de hacer amigos. Él, en realidad, siempre había sido el risueño en su familia. Bastien Lebouf había descubierto que la tristeza, la impotencia y las ganas de venganza habían oscurecido el semblante del joven. Sebastian intuía que, al percatarse de aquello, había intentado que Sebastian volviera a vivir plenamente. Lo conseguía cada vez que se reunían en la Casa de los Gritos. Aunque lo que le pedían hacer a Sebastian fuera una locura -¡matar a cuatro basiliscos!-, le estaban dando razones por las que sentir que era valioso. Tanto Bastien como Teddy sabían que aquello era algo que devolvía las ganas de actuar. De experimentar. Y, finalmente, conquistaron la sonrisa de Sebastian McKing. Además, ninguno pretendía que lo hiciera solo. En aquel momento, practicaban otra alternativa solución. ¿Podría Sebastian hacer «saltar» con él a otras personas? Dado el miedo por amputación de miembros que eso suscitaba, aquel día lo probaban con objetos. -Hasta ahora he podido llevar mi ropa, ¿no? -les advirtió. -Es decir, puedo llevar objetos conmigo, está claro… Ted Lupin le despeinó la cabeza. -Objetos más grandes… ¿Intentamos llevar el sofá de la planta baja a la planta de arriba? -sugirió levantándose rápidamente de él. Bastien, quien sostenía en una mano la legendaria espada, observando la inscripción en ella mientras los otros dos presentes en la Casa de los Gritos debatían sobre qué objeto llevar, negó con la cabeza. -Es la primera vez que lo hace… Debería empezar por la espada, ¿no? -la lógica de Bastien aplastó a Ted, quien asintió pesarosamente. Aunque Sebastian comenzara a admirarlos por igual, no era ninguna sorpresa que entre Bastien y Ted la amistad no fluyese tan fácilmente. Tenían personalidades contrapuestas. Bastien se había criado como un joven excepcional al que todo el mundo alababa y Ted Lupin era un poco desastre. Convivían juntos en el castillo. Bastien se había quedado, finalmente, con la Cabaña de Hagrid. Y Ted Lupin había vuelto a su despacho. El más joven de todos se acercó a Bastien cogió la espada que este sostenía y se puso en posición de esgrima. No como si no supiera. Porque había aprendido. Pero sí que lo hizo de forma burlona. Entonces, comenzó a arremeter en el aire, tal y como le habían enseñado. Sobre todo Bastien. Y, justo antes de tocar el pecho del Auror, desapareció de un salto en el aire. Bastien bajó la mirada, se había arriesgado a rozarle con la espada y rasgarle. El joven apareció risueño y sujetando la espada por la empuñadura, haciendo equilibrio sobre su dedo índice, encima del sofá. -¡Pan comido! Ted le aplaudió. Después le guiñó el ojo. Sebastian sonrió con cierta picardía. Sabía qué era lo que Ted le estaba pidiendo que hiciera. El sofá. Al piso de arriba. Pero, ¿cómo lo hacía? ¿Lo cogía y lo abrazaba? Ni siquiera podría cogerlo a pulso. -Oh, Seb, no creo que puedas hacerlo -le repitió Bastien. -Es mucho peso, aun no sabemos cómo funciona exactamente… Suficiente incentivo. Decirle que no podía hacer algo. El sofá y Sebastian desaparecieron. Un estruendo se escuchó en la planta de arriba. -¡Pan comido! -se escuchó el ruido amortiguado de su euforia. Ted subió corriendo a encontrarse con el joven tumbado en el sofá que se había hecho un improvisado sitio en una de las habitaciones vacías y llenas de polvo. Un polvo que se había arremolinado en aquella habitación, haciendo que los tres tosieran. -Oh, por Merlín, qué bien me habrías venido en la mudanza este verano…-se lamentó Ted Lupin, refiriéndose a las reformas de la antigua casa de sus padres. -No podemos utilizarlo como un juguete -recordó Bastien. -Oh, claro, lo vamos a mandar a que mate cuatro basiliscos…-ironizó Ted Lupin. -Os he dicho que no tengo problemas con eso -Sebastian se sentía como cuando sus padres se peleaban por su culpa. -Además… Si pusiera un poco más de empeño en las clases… Sería ahora mismo el mago más poderoso del planeta -concluyó cerrando los ojos y reconociendo su propio triunfo. -No dejes que el poder se te suba a la cabeza… -Bastien, piénsalo, puedo ir a por McOrez y matarlo mientras duerme… Nunca se enterará por dónde le ha venido el ataque… Tanto Ted como Bastien pusieron los ojos en blanco ante los desvaríos de aquel muchacho. -Hasta que descubran cuál es tu kriptonita -se burló Ted Lupin. Aquello fue como una jarra de agua fría para Sebastian McKing. Si bien el ADN de Sebastian había sido modificado con polvos flú, si alguna vez los utilizaba Sebastian, se perdería en el espacio tiempo porque sus genes reaccionarían y entrarían en una cadena infinita de reacción de átomos. Era eso. Simplemente que le rociaran polvos flú. Y, de un salto, no lograría volver al mundo. Se perdería en el plano físico de una realidad que no entendía. -No tiene por qué saberlo nadie -le dijo Sebastian, avergonzado. -Oh, claro, es muy probable que el doctor Schneider no se lo haya contado a nadie -se burló, aquella vez, Bastien Lebouf. Él sabía muchas cosas sobre aquel doctor que le había engañado. Conocía los efectos secundarios de algunos de sus experimentos. Según Bastien, Sebastian McKing no era el único «saltador» del planeta. -Vamos, se está haciendo de noche. Creía que habías quedado con Hugo Weasley -le recordó Ted Lupin. El joven asintió. Tal y como dijo su profesor, le dio a entender que fuera cual fuera la razón por la que aquel prodigio Ravenclaw le había pedido que se vieran a aquel día, no era ningún misterio para su Ted Lupin. Se levantó del sofá. Y se sacudió el polvo y las manchas blancas que se le habían quedado en el uniforme tras tumbarse en el sofá. -Deberíamos reformar esta Casa, Ted -le sugirió. -Piénsalo… Podría ser un buen sitio para pasar el tiempo. Además, todos los licántropos de Hogwarts controláis la transformación y no se necesita para conteneros… Se lo ofrecía a Ted, puesto que él había sido quien había heredado aquella propiedad que, en un primer lugar, fue construida para su padre en los setenta. Se la cedió la antigua directora del Colegio. Era suya y podía hacer con ella lo que quisiera. Incluso vivir allí en lugar de en su despacho cuando tuviera que quedarse en Hogwarts. Incluso Remus, su hijo, podría ir allí. No era mala idea. Si la reformaba por completo -algo que no parecía del todo atractivo después de haber reformado la casa de sus padres en verano y darse cuenta de que aquello le daba más dolores de cabeza que la Luna Llena. -Bueno, ya lo veremos… Si lo dices para que lo limpie, olvídalo -le dijo. -Para eso tenemos al mago más poderoso del mundo aquí, ¿no? Bastien se rio. No pudo evitarlo. Sebastian McKing bufó ante la ironía contra él. -Sois lo peor -les espetó mientras saltaba en el aire y desaparecía. Se apareció detrás de la Cabaña de Hagrid. No quería hacerlo en el castillo, pues levantaría sospechas. Además había quedado con Hugo Weasley en el puente colgante que estaba cerca de allí. Conforme emprendía su camino, no pudo evitar que una sonrisa se le dibujara en el rostro. ¡Había movido un sofá de un piso a otro! ¡Un sofá! Sí, no era matar un basilisco…¡Aún! Y, bueno, quizás no era el único mago con aquella habilidad en el mundo… ¿Y qué más daba? ¡Era un alucine! Verdaderamente, no le importaría contárselo a Hugo Weasley. Cuando lo avistó, tuvo que borrar su sonrisa del rostro. Aquello sí que levantaría sospechas. El director le había dicho que, hasta que no se solucionara el tema de los basiliscos rondando por los túneles de Hogwarts, no se lo contara a nadie. -¿De dónde vienes? -preguntó extrañado Hugo Weasley a modo de saludo. Debía reconocer que aquel joven era la persona más inteligente que conocía. -Estaba viendo a Bastien Lebouf…-Se encogió de hombros. -Quería saber por qué ese Auror está aquí -No mentía del todo. Si no supiera por qué Lebouf estaba en el Colegio, habría ido a la Cabaña de Hagrid a buscar una respuesta. No obstante, la mirada de Hugo Weasley era tan escéptica que decidió no dar más información inventada. -¿Para qué me querías? La cuestión provocó una mueca de satisfacción en el semblante de Hugo Weasley. No conocía en profundidad a aquel muchacho, pero, si algo le hacía sentir dichoso, tenía que ser un fenómeno que trastocaría las ideas del propio Sebastian. Desde que aquel joven compartía algunas clases con él por haberle adelantado un curso en base a su gran intelecto, Sebastian McKing había creído que aprovecharía todo su tiempo libre para volver a su supuesto mejor amigo, Lorcan Scarmander. No tardó en descubrir que Hugo Weasley no necesitaba a amigos para entretenerse. Él tenía todo lo que precisaba en su cerebro. Fue por eso por lo que le llamó la atención cuando le pidió que acudiera a aquel encuentro. Solo eran colegas de clase. Se llevaban bien porque ambos compartían esa apatía y desconfianza hacia el profesorado que les hacía creer que eran menos de lo que decían. Hugo Weasley era único en su especie. Y Sebastian McKing era de naturaleza extraordinaria. -Necesitamos tu ayuda, McKing -Su sonrisa enigmática generó en Seb una curiosidad que transmitió fácilmente con unos ojos desorbitados. -Supongo que estás al tanto de lo que ocurre en el mundo mágico… -Que mi padre sea el Ministro británico de Magia no significa que a mí me tenga al tanto -le recordó. No mentía. Sin embargo, sí que lo hacía. Después de todo, Lebouf y Lupin le habían contado todo el rifirrafe que se traía Harry Potter con su padre. Y también le habían aclarado el objeto de la contienda: Ivonne Donovan. Oh, y por supuesto, sabía que el atentado del Ministerio era para recuperar a Imogen, la muggle que tenían en las dependencias judiciales. -McKing…-Dijo su nombre como si le estuviera leyendo el pensamiento. -Me basta con que sepas que Ivonne Donovan ha pedido la ayuda de figuras importantes del mundo mágico, entre las que se encuentra su padre -Aquello no lo sabía. No tuvo que hacerse el sorprendido. Lo estaba. Su padre siendo importante. Qué novedad. -Y también la nuestra. -Intuyo que para hacerle galletas, ¿no? -Tu padre y mi madre han reconocido que no somos unos críos, McKing… No podrán detener nuestro destino -Suspiró, como si aquello le aliviara. -Ivonne quiere que nos unamos a una Orden legendaria. Los templarios. Lo anunció como si fuera la mejor noticia del mundo. No obstante, Sebastian McKing no sintió ninguna fuerza magnética a su alrededor cuando formuló aquellas palabras. -¿Los templarios? ¿Es como la Orden del Fénix? Hugo le obsequió una mirada incrédula. -¿Tú tampoco sabes lo que son? -Se llevó la palma de su mano a su frente, con decepción. El joven McKing se encogió de hombros. No lo veía ningún delito. -Vengo de explicárselo a mi primo Albus… ¡Los templarios somos! ¡Nosotros somos los templarios ahora! Intentó exprimir su cerebro y lograr obtener alguna información que hubiesen captado sus oídos al respecto en su vida. Frunció los labios y entornó la mirada. Nada. No. Ni idea. -¿Podrías ser un poco más específico? -ladeó el costado de su cara hacia aquel joven de doce años que se exasperó y soltó aire de su boca como si fuera una maldición. -La Orden del Temple, escondida bajo el nombre de la Orden de los Pobres Compañeros de Cristo del Templo del Rey Salomón para que ni muggles ni magos sospecharan, en su momento, de que en realidad su origen era otro que conocemos muy bien… ¿No sabes quiénes son? ¡Por Merlín, nunca mejor dicho! -Sebastian le dio a entender que no tenía ni la más remota idea. -Mientras mandaban a muggles y a magos a esconder su tesoro en su Tierra Santa protegida por encantamientos… ¡Se convirtieron en la Orden más poderosa de la Edad Media! ¡Todo tiene sentido porque fue un miembro del Ojo quien abolió y quemó a los magos en las hogueras…! ¡Quemaron en hogueras a todos los templarios que había en el mundo! -¿Qué tiene que ver una Orden medieval con nosotros, Weasley? -¿Era Hugo o Binns? -¡Todo! -respondió exasperado. Frustrado. Como si tuviera tanto conocimiento dentro de él. -Los estuve investigando este verano… ¡Y todo cuadra! Si bien el Ojo fue adquiriendo poder en el mundo muggle y en el mundo mágico ocupando todas las esferas de poder… Ellos pasaron a ser una leyenda de un tiempo lejano y se escondieron en una orden medieval que iba consiguiendo poder en silencio… ¡Tenían seguidores por todo el mundo! ¡El Ojo les acusó delante de un tribunal muggle de renegar de su dios muggle…! ¡Pues claro, eran magos…! ¡Les acusaban de hacer florecer los árboles, germinar la tierra… eran magos! ¡Su último maestre, Jacques de Molay, maldijo en la hoguera a todos los culpables del Ojo que murieron al año siguiente! Decían los muggles que era brujería… ¿Qué iba a ser si no? Sebastian McKing se había perdido. No hilaba ningún dato que decía con alguna noción que él tuviera previamente. -Vale, una orden de caballeros magos… ¿Por qué debería estar flipando? Hugo Weasley se ofendió. -No son solo una orden de caballeros…-le reprochó. -Los magos que fundaron la orden del Temple se encontraban huyendo del Ojo en los confines de Europa… ¡Habían ido allí a esconder su tesoro! ¡Aquello que le habían robado al Ojo! ¡El paralelismo está ahí! -Hugo Weasley, no entiendo absolutamente nada de lo que me estás diciendo… -¡Los caballeros templarios fueron los caballeros de la Mesa Redonda! ¡Los caballeros de Arturo! Huyeron del Ojo protegiendo algo que Arturo les robó…¡El Grial! -Oh -Aquello si podía entenderlo. Todo mago conocía a los caballeros de Arturo. Solían ser las historias favoritas para ir a dormir de cualquier hijo de un fanático de la Historia de la Magia como lo era su padre. -¿Y ahora nosotros tenemos que buscar el Grial? ¿Ivonne es nuestro Arturo? De nuevo, aquel interrogatorio molestó a Hugo Weasley. -No lo sé todavía -se sinceró. Su burbuja de felicidad se deshinchó. -No se sabe exactamente qué fue el Grial… Para los muggles es una copa… -¿La Copa de Helga Hufflepuff? -No, no puede ser tan fácil -desechó la idea genuina de Sebastian como si no hubiera sido espectacular. -Bueno, ¿para qué me necesitáis, templarios? -se burló. No quiso hacerlo, pero tampoco pudo evitarlo. Lo cierto era que aquella lección de Historia de la Magia no le importaba demasiado. Irrelevante para él. -Lo siento. -Pues para que te unas a nosotros -Aquello fue fácil de decir. -Necesitamos a más magos que protejan a la nieta de Ivonne Donovan cuando vuelva a Hogwarts -añadió. Oh, sí una tal Cornelia Brooks, le había dicho Lebouf. -Tenemos que asegurarnos de que los pasadizos que utiliza el Ojo estén protegidos por nosotros y que no hay ningún otro peligro que pueda ponerla en peligro. Sebastian reprimió una risa. No era una risa porque le hiciera gracia. Era que simplemente recordó que había cuatro basiliscos sueltos por los sótanos del castillo. Parecía que el Ojo estaba más que preparado para amenazar la seguridad de la nieta de Ivonne Donovan. Cuatro. Basiliscos. En plural. Por cuatro. Hugo Weasley tenía razón. La Orden del Temple necesitaba la ayuda de Sebastian McKing. Caminó por la calle tranquila, con la cara desencajada y la mirada perdida. Parecía estar en un sueño profundo. Iba como si su cuerpo la intentase detener, a cámara lenta. Mientras andaba, los gritos de mujeres sacudieron sus tímpanos y notó cómo la gente a lo lejos no paraba de mirarle. Estaba soñando, sí. Soñaba que estaba en la Enfermería de Hogwarts. Que Madame Pomfrey había accedido a contratarla como ayudante de enfermera para así tener experiencia a la hora de solicitar un puesto en San Mungo. Tenía unas notas excepcionales, pero había descubierto que le gustaba la anatomía y la perfección de la máquina humana. Curarla o investigar una poción para hacerlo. Eso era lo que quería hacer Molly Weasley. Los rompecabezas de la ciencia mágica eran sus favoritos. Poco a poco fue despertando del sueño. Sus ojos comenzaron a ver otros ojos mirándola. Y gritando. ¿Estaba en otro sueño? Se miró a sí misma. ¿Qué querían de ella? Entonces se dio cuenta. Iba caminando desnuda por mitad de su propia calle en Londres. Tenía el cuerpo cubierto de sangre. Una sangre casi seca. Le tapaba el torso. La sentía pegajosa en su rostro. En sus manos. Los pies descalzos comenzaron a temblarle. Una mujer se había quedado paralizada en mitad de la calle al verla. Profirió un grito de horror. Algo en su interior le dijo que no era un sueño. En el silencio que se produjo después, comenzó a escuchar de fondo las sirenas de la policía. Y, como si le hubieran destaponado los oídos, comenzó a escuchar todo lo demás: el caos de la gente, bebés llorando, pasos a toda velocidad. Se arrodilló en el suelo y, antes de que cualquier policía muggle la detuviera y le apuntara con un arma, echó a correr en dirección a su casa. Sintió los gritos de los policías. -¡Detente! Pero ella no quería detenerse. Tenía que volver a su casa. Asegurarse de que todos estaban bien. De que su padre y su madre estaban bien. Tenía un mal presentimiento y una presión en el pecho que hizo que avanzara a una velocidad excepcional y sorteara a todos los transeúntes que rápidamente se separaban de ella escandalizados por una joven ensangrentada y desnuda. Hasta su pelo estaba bañado en sangre. La sirena de la policía muggle la perseguía. ¡No tenía llaves para entrar a su casa! Rodeó el edificio. Cogió un cubo de basura que estaba medio vacío. No vaciló en estrellarlo contra la ventana. Ojalá sus padres no le regañaran. El cristal de la ventana del pasillo se hizo añicos. Molly Weasley apartó los cristales más grandes que podrían rajarle la piel y, subiéndose de forma estrepitosa en uno de los cubos de basura negros que bajo esa ventana estaban, se adentró en su hogar. La policía muggle le pisaba los talones. Sus pies descalzos pisaron algún cristal que se clavó y se quejó de dolor en silencio. La sangre de su rostro comenzó a limpiarse por las lágrimas que brotaban. Se miró las manos antes de subir a ver si sus padres seguían dormidos. Estaban llenas de sangre. Se rozó las uñas. Estaban rotas. Como recién cortadas irregularmente. Subió rápidamente los escalones de su casa. Escuchó a la policía entrar por la ventana por la que había accedido ella y a otros policías golpear la puerta principal de su casa. Ella seguía la estela de sangre que supuso que era suya. De cuando había huido de allí. Y que, como su mal presentimiento le advirtió, procedía de la habitación de sus padres. Se detuvo en seco. Los policías comenzaron a subir los escalones. Habrían seguido su rastro. Como si sus piernas le pesaran demasiado se acercó al dormitorio de sus padres. Una mancha de sangre le daba la bienvenida en el pomo de la puerta. Su corazón palpitaba tan deprisa que lo sintió en la garganta, como si quisiera escapar de su cuerpo. Abrió la puerta. Y enmudeció. No tenía palabras para la escena que tenía ante ella. Sus ojos se abrieron como si quisieran beber de lo que ante ella se encontraba. Había sangre. Mucha sangre. El cuarto parecía haber sido inundado de aquel líquido rojo. Los cuerpos de sus padres, o lo que quedaba de ellos, yacían sobre la cama. Uno al lado del otro. Despedazados. Como si un monstruo les hubiera arrancado el interior. Molly Weasley sintió la sangre en sus labios. Y la bilis proceder de su interior. Vomitó justo cuando un policía la separó de allí. No tenía lágrimas para llorar. Su alrededor se había detenido. Todo pasaba ante ella a cámara rápida. Luces. Personas apareciendo en el aire. Mirándola. Examinando su cuerpo. Sus ojos con una luz procedente de una varita. Sus padres estaban muertos. Percy Weasley y Audrey Weasley. Ese pensamiento le hizo vomitar otra vez. En aquella ocasión, sobre lo que intuía que era un Auror. Su cuerpo comenzó a temblar en convulsiones. La presión de su pecho la ahogó. Las voces se oían cada vez más lejanas. Hablaban sobre unos cadáveres mordidos y arañados. «… La hija mayor… En la residencia… Mal estado…En shock…» No. No. «…Avisar a la familia Weasley…» No. No. ¡NO! Aquello no era un sueño. ¡NO!
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